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EL CAFÉ DESPUÉS DEL CAFÉ

domingo, 03 de junio de 2018


Reportaje
El Mercurio

Los cambios en el mercado están impulsando a los cafetaleros colombianos a expandirse más allá de su cultivo. Y eso incluye al turismo. ¿Qué pasa si un día sentarse a tomar café aquí -en una región que es Patrimonio de la Humanidad- resulta lo menos importante? En el Eje Cafetero se están atreviendo a mucho más.



Esta historia debiera partir con un café, pero no. Parte con un chai, té negro infusionado con canela, clavo de olor, anís estrellado, cardamomo y pimienta, preparado con una suave leche de coco.

Lo tomamos, humeante y espeso, al caer el crepúsculo en el segundo piso de un salón de té llamado Jahn, sentados en una pequeña terraza cuya vista apunta a la plaza de Filandia y a su iglesia, blanca y celeste, como sacada del Magic Kingdom de Disney, salvo que esto no es Disney, sino un pequeñísimo pueblo de poco más de 13 mil habitantes, enclavado en el centro-oeste de Colombia.

Y no un pueblo cualquiera. Filandia es parte del departamento de Quindío, uno de los cinco -junto con Caldas, Risaralda, Huilo y Antioquia- más importantes de la producción cafetalera colombiana, la tercera más grande del mundo después de Brasil y Vietnam: cada año, Colombia gana por vender sus granos de café sobre 2.500 millones de dólares.

En las estrechas -y empinadas- calles de Filandia, lo más fácil es sentir el olor a café; y en las tiendas, el souvenir principal son las galletas con café o el chocolate con café o el licor de café o el dulce de café o simplemente el café, que se puede comprar desde en grano hasta en cápsulas para cafeteras (aunque para muchos aquí eso signifique vender el café igual como si fueran calugas de caldo concentrado).

Pero también hay lugares como Jahn, que tiene un cartel de entrada que dice: "Prohibieron beber café, pero tomar (te) sería un placer", mientras sus locatarias muestran las bondades de las distintas combinaciones de té negro, rojo, con frutas o hierbas, como en un looppegado en un tiempo y espacio -con música de George Michael y ABBA- ajeno a la fiebre cafetera que se vive atravesando la puerta.

Entonces, uno se pregunta qué hace aquí, en el corazón del eje cafetero, tomando un chai. Y qué ha hecho que Jahn y su estética de casa de muñecas se hayan convertido, en los últimos años, en uno de los atractivos turísticos distintivos de Filandia.

Estamos en Jahn porque Yohany Gaviria, el joven guía que durante estos días nos ha acompañado en el recorrido por tierras cafeteras, ha insistido en que nadie puede irse del pueblo sin tomar té, como si tomarlo fuera la llave a una dimensión oculta dentro del paraíso cafetero.

Pero la respuesta es mucho más sencilla que eso.

-Como el precio del café ha bajado, se está incentivando el turismo en otras áreas -nos ha explicado, días antes, Manuel Felipe Carrascal, gerente de Don Manolo, finca cafetera boutique ubicada en el departamento de Risaralda, 102 kilómetros al norte de Quindío.

Lo ha dicho para explicar por qué haciendas como la suya, que durante más de 40 años se habían dedicado exclusivamente a producir café, hoy se están dedicando a transmitir también "experiencias" que van mucho más allá de tomar una taza de café o ver cómo se cultivan y procesan sus granos.

-Hace 10 años, este era un tema del que no queríamos saber. Solo nos gustaba producir y entregar el saco. Ahora hablamos de "atributos", de "fermentos" del café -dice Manuel Felipe en medio de uno de los cafetales de su hacienda, mientras cuenta cómo él y varias de las 564 mil familias cafetaleras de la zona han tenido que abrirse a escenarios distintos: con una libra de café (poco más de 450 gramos) que hoy se exporta por 1,18 dólares -"una vergüenza", como declaró a comienzos de año Roberto Vélez Vallejo, gerente de la Federación Nacional de Cafeteros-, la competencia está tan fuerte que ha llevado a que la industria busque alternativas más allá del clásico modelo que convirtió a Colombia en el gigante cafetero que es hoy: la producción en cooperativa, con el personaje de Juan Valdez -y su inseparable mula llamada Conchita- como principal ícono.

Por ejemplo, producir su propio "café de origen", que envasan y exportan en pequeñas cantidades a mercados premium, como Japón. O, por ejemplo, ocupar las tierras en el cultivo de otros frutos, como piñas, plátanos o arazá, fruta parecida al maracuyá que hoy está muy de moda en Colombia, con cuya pulpa la mamá de Manuel Felipe hace unos helados deliciosos, de los cuales nos da a probar una muestra, con un toppingde cascaritas de granos de café almibaradas.

-La gente hoy tampoco quiere ir a tomarse un café y salir corriendo. Queremos desarrollar la cultura del coffee slow -dice Manuel Felipe mirando hacia las empinadas colinas cargadas de cerezas, como llaman a los granos de café cuando están rojos, mientras su madre trae más comida: unos pastelitos de choclo, algo así como unos bocados de humitas muy secas, para compartir el café que su hijo acaba de preparar lentamente en una máquina Chemex, una especie de matraz de Erlenmeyer con un tubo central que permite que, frente al cambio de temperatura, el agua caliente suba a infusionar los granos molidos.

-El café siempre nos está hablando algo. El color de la espuma habla del tueste, y la capa, de qué tan fresco está. Mientras más fresco, mayor es la capa -cuenta mientras lo bebemos: acidez justa, color claro, sabor casi dulzón.

Desde que en 2011 se erigió a todo el eje cafetero como Patrimonio Cultural de la Humanidad según la Unesco -y a la zona comenzó a llamársele Paisaje Cultural Cafetero-, el turismo en la región comenzó a adquirir cada vez más importancia. Pero si antes se ponía énfasis en mostrar detalles del proceso del café, con el paso del tiempo esto ha ido quedando atrás. Si antes importaba -y todavía importa, por cierto- saber que aquí se produce únicamente café de la variedad arábiga -conocido por su bajo nivel de cafeína y por su buena capacidad para crecer en altura, como lo son las tierras del eje cafetero-, hoy lo que vale -lo que no se olvida- es pararse en medio de un cafetal y echarse a la boca un grano verde, sin procesar; sentir la base de ese sabor que, meses después, llegará a la taza convertido en una bebida, mientras el sol da paso a una tenue lluvia que se evapora apenas roza la piel.

"Café. Cielo. Aromas. Sonrisas. Flores. Paisajes. Recuerdos. Sueños. Vida", se lee en uno de los mensajes en el cuaderno de dedicatorias en la pequeña tienda de café de Don Manolo.

Nadie habla de lo rico del café (que, por cierto, lo es).

Nadie habla, tampoco, de lo que parece ser un futuro cercano en esta zona: el cacao.

Cacao, serpientes y Michael Jackson

En un pequeño rincón de Don Manolo, una carpa esconde el cultivo experimental con el que la hacienda busca un posible nuevo negocio. Allí, al calor del sol de mayo -que sale por la mañana y se esconde a eso del mediodía- se secan los granos de cacao crecidos en altura -sobre los 1.500 metros- que, quizás, sean los próximos habitantes de estas tierras si la apuesta por hacerlos crecer aquí funciona.

-El cacao es el cultivo del posconflicto -dice Manuel Felipe Carrascal mientras acarrea un balde lleno de granos ya secos, que se ven como pequeños maníes a la espera de ser despojados de sus cáscaras.

En Colombia, en los últimos cinco años especialmente se está reaprovechando la tierra donde antes se cultivaban hojas de coca para plantar açais, paltas (de hecho, la semana pasada, un grupo de empresarios chilenos estuvo en una convención en Pereira, la ciudad más importante del departamento de Risaralda, en busca de tierras para invertir en la producción de palta hass) y cacao. Y el producto, si bien no es aun de calidad superior, apunta a convertirse en un hito que podría llamar tanto la atención como el café.

En Manizales, pueblo del departamento de Caldas y también integrante del eje cafetero, la Hacienda Venecia está en el mismo camino. Por eso, aquí lo último que veremos será una plantación de café, y lo primero que aparece ante nuestros ojos es una vaina de cacao: amarilla, grande, parecida a una papaya, cargada de los granos de cacao que, una vez secos y tostados, nos piden pelar para hacer una pasta de cacao que, mezclada con más o menos leche, dará origen a un exquisito chocolate de verdad-verdad (el chocolate blanco aquí sí que no cuenta).

-Aun no lo tenemos a la venta, porque todavía estamos en fase experimental. Pero es atractivo mostrar su proceso -dice Juan Pablo Echeverri, gerente de la Hacienda Venecia.

Echeverri maneja un Willy, ese legendario modelo de jeep que Colombia compró a Estados Unidos luego de la Segunda Guerra Mundial para ocuparlos trasladando personas y cargas en las empinadas colinas del eje cafetero, y a bordo de ese vehículo nos lleva a conocer la casa patronal habilitada como un hotel boutique donde el café es la última atracción, y la primera, las aves que llegan al jardín, paraíso del birdwatching: Colombia es uno de los países más ricos en diversidad de aves, con 1.932 especies. Tierra, entre otros, del saltarín cabecirrojo norteño, conocido también como "el saltarín de Michael Jackson", ya que, como no puede cantar, conquista a la hembra bailando muy parecido a como lo hacía el cantante en su paso moonwalk.

Claro que al saltarín cabecirrojo norteño lo vemos solo en un video de Youtube que el guía Yohany Gaviria nos muestra una mañana de camino a Ukumarí, una de las actracciones no cafeteras más importantes del Paisaje Cultural Cafetero: un bioparque construido a finales de 2015 en Pereira, la capital del departamento de Risaralda, que una vez que termine la habilitación de sus 820 mil metros cuadrados será el más grande de América Latina. Hasta allí han llegado los animales del cerrado zoológico de Matacaña, especies en préstamos de otros lugares y también parte de los animales decomisados de zoológicos privados que los carteles de narcotráfico mantuvieron durante años, y donde había de todo.

Aunque técnicamente este también es un zoológico, a Víctor Hugo Carmona, quien nos lleva en el recorrido -que, completo, tarda unas cuatro horas-, no le gusta la palabra porque dice que lo que han hecho en Ukumarí no es enjaular a los animales, sino darles una segunda oportunidad tras haber quedado a la deriva.

Lo dice mientras visitamos a Yogui, la gran atracción del bioparque: un oso de anteojos, típico de Colombia, que decide dejar su pequeña cueva para pegarse un chapuzón en una minilaguna que forma parte de su hábitat. Yogui es perezoso: como está en peligro de extinción le han traído a Mafalda para que se aparee, pero eso no solo no ha sucedido, sino que además Mafalda está con un posible ataque de estrés porque Yogui la mantiene en la friendzone.

Lo dice mientras visitamos el ambiente de las serpientes, que alguna vez fueron compradas como animal de compañía, y que ahora forman parte de una especial campaña en Ukumarí para que la gente les pierda el miedo: "No mates las serpientes, que son chéveres".

Lo dice mientras vemos, parada sobre una rama, a un águila colorada, un ave que, con sus alas estiradas, mide casi lo que un ser humano: Víctor Hugo cuenta que se calcula que no quedan más de 50 parejas libres en toda Colombia. La que vemos está ciega, y apenas se mueve. Llegó desde Antioquia con un disparo.

Y al final... el café

Después de días recorriendo plantaciones de cacao, viendo osos de anteojos y pajaritos que se creen el rey del pop, yendo a las Termas de Santa Rosa -un verdadero paraíso al aire libre, donde la gente no teme bañarse en sus aguas tibias aun cuando caiga una lluvia torrencial- y al valle de Cocora, donde las gigantescas palmas de cera, que demoran más de 100 años en crecer, se ven refugiadas de la extinción; y visitando pueblos como Filandia y su casa de té, o Salento, donde se grabó la famosísima telenovela colombiana Café, con aroma de mujer, y donde la máxima emoción de la tarde fue el atropello de un perro en la plaza -evento que concitó la atención de todo el pueblo (al perro no le pasó nada)-, la mayor experiencia cafetera la tuvimos el último día.

Claro que no fue una experiencia cualquiera. Porque en esta ruta del café después del café, sentarse a tomar una taza como quien lo hace al desayuno ya no llama la atención.

A veces, la pirotecnia conquista, más allá de los artificios. Eso pasa con el bautizo cafetero que realizan en San Alberto, finca de Buenavista, pueblo del departamento de Quindío, donde llegamos una mañana a vivir una experiencia molecular: probar café en distintos formatos. Luego de dos horas de clase convencional -sobre origen del café, variedades, reconocimiento de aromas y preparaciones-, Alejandro García, un ingeniero que por años trabajó entre motores y máquinas para dejar ese mundo e introducirse en el del café, llega a la mesa con varias preparaciones que han desarrollado en los últimos años en la Hacienda San Alberto: una jalea de café, un caviar -parecido a las bolitas de mandioca que usan los populares bubble teastaiwaneses-, un granizado hecho en el momento con nitrógeno líquido, una miel de café y un "cóctel" que mezcla esta goma con agua tónica. Todos, a base de un café preparado de la misma forma, con la misma cantidad de granos molidos. Y, lo que más llama la atención, todos con un café muy ligero, sabroso y a la vez tan, tan distante al café negro, bien cargado, que se suele tomar en Chile.

-El mejor café es el que le gusta a uno. Pero queremos sacar de la cabeza la idea de que el café tiene que ser negro, amargo. Por eso la gente se enferma de tomar café -dice Alejandro a la vez que muestra una taza transparente con un café que tiene prácticamente el mismo color de un té.

-Esto es lo que en mi país dirían "agua de calcetín" -se ríe una turista española.

Pero cuando lo probamos en la jalea, en la miel, en el granizado y en el caviar, nos damos cuenta de que no.

Unos piden la receta. Otros quieren hacer lo mismo en sus casas.

Esto, como el eje cafetero, sigue siendo café en esencia. Y también cielo, aromas, sonrisas, flores, paisajes, recuerdos, sueños. Vida.

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