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Ay, las emperatrices

domingo, 22 de abril de 2018

Por Ruperto de Nola
Comer y viajar
El Mercurio




Napoleón I y su sobrino, Napoleón Trois, tuvieron naturalmente sus emperatrices, aunque el criterio de selección fue diferente en ambos casos. Porque el tío, que había llevado una vida harto ratonil en Francia hasta que le llegó la oportunidad, las escogió con un ojo político de lince.

 La primera, Josephine de Beauharnais, "créole" empobrecida y, comprensiblemente, un poquitín dada a la vida alegre parisiense, se había provisto, de este infalible modo, de amplias relaciones en la clase política, y fue para el ambicioso Bonaparte un verdadero báculo. Pero cuando cambiaron las circunstancias políticas (y se puso un poco hostigosa), Napoleón la cambió nada menos que por María Luisa, archiduquesa austríaca, intentando así consagrar una alianza con Austria que, si hubiera resultado, habría sido un golpe geopolítico maestro. Pero no, como se sabe.


En cambio, a Napoleón Trois, siempre perejil y pintiparado, ¿cómo se le fue a ocurrir casarse con una españolita de tercer rango, la Eugenia de Montijo que, a juzgar por el benéfico pincel de los retratistas de corte, no estaba nada mal, pero que, para los fines dinásticos, no importaba ni un comino? La pobrecita tuvo a su heredero, a quien quiso tiernísimamente y con quien se sacaba foto tras foto, aprovechando que la fotografía conocía a la sazón en Francia un inmenso éxito. 

Son fotos tristes: el gaznápiro aparece en las más diversas poses y ella, en perpetua contemplación del producto de sus entrañas. Con cara triste. Como previendo el futuro aciago que los esperaba a ambos. Bueno, eso de lo aciago es un decir: terminar desterrada en Biarritz, sin el embarazo de Napoleón, es una buena suerte que pocas condesitas españolas han tenido en la historia.


Mientras imperó en París, la Eugenia residió a menudo en el palacio de Compiègne, donde organizaba con su corte de burgueses napoleónicos arribados unas comidas laterísimas, de las cuales los cálculos cortesanos aconsejaban no eximirse. Los malagradecidos que iban a hacerle la pata volvían a París pelándola despiadadamente y aborreciendo el menú.


 El cual, después de todo, no era tan despreciable, como lo muestra el siguiente: sopa à la Crécy, salmón pochado, filete de vaca con salsa de chalotas, gallina a la financiera, perdiz con repollo, paté de ostras, y luego un asado con cardos al jugo y pepinos a la crema -favoritos de la emperatriz-. Finalmente, postres y quesos. Mire, vea: lo de los pepinos no es una mala idea.

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