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Marte está vivo

domingo, 22 de abril de 2018

Por Rodrigo Fresán, desde España.
Reportaje
El Mercurio

La exposición Marte: La Conquista de un Sueño -que a partir de mayo se exhibirá en la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia- propone un paseo, entre antiguos manuscritos y tecnología de última generación, por "ese espacio mítico en el que hemos proyectado todos nuestros miedos y nuestras esperanzas", como diría Carl Sagan. Un escritor estuvo en la muestra y reflexiona aquí sobre lo que él denomina "la nueva subida de la fiebre marciana".



Así empezó, así empieza, así seguirá empezando: "En los últimos años del siglo XIX nadie habría creído que los asuntos humanos eran observados aguda y atentamente por inteligencias más desarrolladas que la del hombre y, sin embargo, tan mortales como él; que mientras los hombres se ocupaban de sus cosas eran estudiados quizá tan a fondo como el sabio estudia a través del microscopio las pasajeras criaturas que se agitan y multiplican en una gota de agua".

Son las primeras líneas -para mí a la misma altura y nivel de las de la Biblia, Don Quijote, Anna Karenina, Historia de dos ciudades, Moby Dick o Cien años de soledad- de La guerra de los mundos, de H. G. Wells. Novela que -publicada primero en formato serial en 1897 y encuadernada como libro al año siguiente- no solo se las arregló para fundamentar uno de los temas clásicos y a partir de entonces recurrentes de la ciencia ficción sino que, además, situó al planeta Marte en una posición distinta a partir de entonces, sin por eso alterar su órbita. Pero sí: de pronto Marte estaba mucho más cerca en nuestra imaginación y fantasías. Y desde ese planeta rojo era que llegaban los enanitos verdes y todo eso.


 Y de acuerdo: antes de Wells, Marte ya había sido estudiado por astrólogos (asirios colgantes, griegos antiguos, aztecas emplumados, europeos iluminados) que habían atribuido su tonalidad rojiza y como ruborizada a vegetación flamígera y sus líneas a canales.  Y hasta Emanuel Swedenborg le había dedicado alguno de sus periplos mentales.

 Y más de uno se vio obligado a potenciar su fuerza de folletín a ir un poco más lejos que el lunático Jules Verne. Pero es el radiactivo Wells (y luego el radiofónico y fake news Welles, Orson) quien abre la puerta no para ir a jugar, sino para ser invadidos por "intelectos fríos y calculadores y mentes que son en relación con las nuestras lo que éstas son para las de las bestias" y que "observaban la Tierra con ojos envidiosos mientras formaban con lentitud sus planes contra nuestra raza. Y a comienzos del siglo XX tuvimos la gran desilusión". Y la gran desilusión fue la desde entonces ilusionante y constante llegada a nuestras tierras de pesadillescos dreamers de todos los formatos para lo que no hay muro que valga o contenga.
Los primeros humanos que amarticen, tras unos 8 meses de viaje, sólo tendrán pasaje de ida. La idea es no volver

 Pero los tiempos cambian, los signos se invierten y ahora, a comienzos del siglo XXI, somos nosotros quienes observamos a Marte con mentalidad gélida y ambiciosa y mirada un tanto egoísta. Y así, semanas atrás un billonario terrícola -quien seguramente leyó mucha ciencia ficción de la muy mala durante su adolescencia con acné- lanzó un cohete Falcon Heavy con un coche descapotable con maniquí astronáutico de nombre Starman (en homenaje a David Bowie) al volante rumbo a Marte, simplemente porque tenía tiempo y dinero y ganas de acaparar titulares en periódicos y noticieros de TV.


Gesto lejos de aquel tan bienintencionado como ingenuo lirismo contenido en discos del Voyager, ofreciendo nobles greatest hits de nuestra civilización que, más que seguramente, nunca podrán ser decodificados y oídos por aliens. Sí: antes enviábamos un fragmento de J.

S. Bach y ahora un Tesla de color rojo, y no hay aún evidencia alguna de la existencia de vida inteligente más allá de nuestro planeta. O tal vez sea que no hayan dejado de observarnos desde el principio de nuestros tiempos, como quien sigue una de esas sitcoms con risas grabadas y que sean tan inteligentes como para decirse que no tienen el menor interés en hacer contacto con una especie tan loca y tonta como la nuestra. Y así nos va y así vamos en este globo cada vez más recalentado. Y cada vez necesitamos más de un plan B y de una segunda vivienda, donde se pueda vivir cuando aquí ya no haya quien viva. 

Y de pronto, sí, los invasores somos nosotros. 


Y volviendo al tema de los grandes comienzos de libros y de historias -porque en el ADN de nuestra relación con Marte siempre estamos comenzando, siempre se habla de nuestra llegada e instalación allí para dentro de veinte años desde hace varios veinte años ya- nunca olvidar aquel inicio de otro de los grandes clásicos de la sci-fi: Forastero en tierra extraña de Robert H. Heinlein, publicado en 1961 y al poco tiempo abrazada por la Generación de Acuario y por ese tumor canceroso en su seno que fue Charles Manson y familia. Allí se lee: "Había una vez, hace mucho tiempo, un marciano llamado Smith".

 Y entonces Heinlein -como antes Wells- también NO funda algo, pero sí acaba de conformarlo: la idea de que los terrestres tarde o temprano acabaremos siendo marcianos (hay toda una teoría cósmica en cuanto a que siempre lo fuimos y que nuestras semillas primigenias llegaron aquí montadas en un meteorito desprendido de alguna conflagración marciana) y que, quién sabe, soñaremos con volver a la Tierra.

  Mientras tanto y hasta entonces, en 2018, vivimos una nueva subida de fiebre marciana -secuelas autorizadas de La guerra de los mundos y volumen antológico de pastiches de la invasión firmados por testigos como Picasso, Emily Dickinson, Lovecraft, Henry James, Churchill, Einstein, Tolstoy, Conrad y Twain entre otros- y, más allá del ingenio y de la gracia, ese marciano llamado Donald Trump ha anunciado ya la revitalización de la carrera espacial más caliente; porque, de nuevo, vivimos tiempo de Guerra Fría entre potencias con ganas de salir afuera y arriba.


 Y, de acuerdo, primero está el asunto ese de la Luna: más económicamente viable, más cerca, más próxima a ser huésped de hoteles y casinos con vistas (y no olvidar que luego de sus marcianos beligerantes hasta el mismo Wells, para 1901, se puso más práctico y sencillo en su Los primeros hombres en la Luna: sus aventureros descubrían allí vastos yacimientos de oro y los selenitas tenían aspecto amenazante pero eran fáciles de aniquilar para los exploradores victorianos y victoriosos).


Pero, enseguida, se hacen planes y se trazan planos para Marte hacia donde se van sumando -como en un rosario de caravanas mecánicas- misiones hasta ahora no tripuladas desde 1960 y con resultados más bien decepcionantes. Todo se pierde y se rompe al llegar allí. Todo resulta más cerca de los muy poco funcionales colonos de Philip K. Dick que de la inocencia de Edgar Rice Burroughs, con sus pulp-osas princesas que insisten en llamar Barsoom a Marte, o de Ray Bradbury, con sus melancólicos nativos. Allá van y desde allí envían postales sucesivas sondas -Mariner, Phobos, Viking, Nozomi, Beagle, Yinghuo, Curiosity- en inglés y en ruso y en chino. Todas reportando una y otra vez que tal vez haya agua y tal vez no y, de tanto en tanto, de que algo se mueve y cambia de sitio en la superficie del planeta. Y después, por lo general, desperfecto o descarga de baterías y hasta la próxima y conspiranoia.


 En la actualidad, hay por allí seis artefactos en funcionamiento: seis en órbita (2001 Mars Odyssey, Mars Express, Mars Reconnaissance Orbiter, MAVEN, Mars Orbiter Mission y el ExoMars Trace Gas Orbiter) y dos en la superficie (el Mars Exploration Rover Opportunity y el Mars Science Laboratory Curiosity).  Y en próximos episodios zarpará el InSight Made in USA y el ExoMars europeo y el árabe Mars Hope (y nuevas siglas con perfume Star Wars como PADME y MELOS y BOLD) y se continuará fantaseando con lo que más importa e interesa y fascina: hombres y mujeres reemplazando a robots.

 Y ahí está SpaceX, el programa de nombre un tanto soft-porn patrocinado por Elon Musk (el un tanto circense magnate del autito cósmico ya citado), quien, dicen, se pasa de optimista cuando promete turismo de variedad crucero para el 2024. Y Mars One. Y también la Inspiration Mars Foundation. Y Mars Direct. Muchas de ellas en manos privadas y rebosantes de billetes y alguna hasta apelando al crowfunding con los especialistas de la NASA un poco preocupados de que todo esto se desmadre y el espacio se llene de personas que no tienen nada que hacer allí pensando que esto es como tener un blog desde el que luego lanzar un S.O.S. Los gubernamentales contra los privados, sí. Y desde allí y desde entonces, ya saben, tomarse selfies orgánicas y llenar álbum-instagram tridimensional y enviar tuits diciendo cosas como "¿A que no imaginas lo que te llevo de regalo, mi marcianita favorita?".


Pero, claro, todo tiene su catch-22 y su cláusula en letra pequeña y más les vale saberlo antes de reservar pasaje: los primeros humanos que amarticen -luego de incómodos más o menos ocho meses de viaje recorriendo una distancia media de 225 millones de kilómetros- solo irán con viaje de ida. La idea es no volver. No tendría sentido económico o raciocinio científico.


 Y el astronauta Buzz "Apollo 11" Aldrin ha advertido que los primeros lanzados en lanzarse se arriesgan a algo que sería "prácticamente una misión suicida" en condiciones de vida infrahumana e inhumana bajo tierra. Sumarle a todo eso los efectos habituales del espacio exterior sobre el interior de nosotros (radiaciones surtidas, síndrome de adaptación en baja, pérdida de masa muscular y ósea y de volumen sanguíneo, fuerte presión intercraneal y ataques varios al sistema inmunológico, infecciones en el tracto urinario y gran desarrollo de piedras en los riñones) y queda claro que lo que tenemos por delante son turbulencias y mal servicio de hotel.

 Otros aventuran que todos los pioneros acabarían muriendo por asfixia alrededor de sesenta y ocho días después de su llegada por un paradójico "exceso de oxígeno" que necesitaría todo cultivo (y no termino de entender muy bien esto; pero entiendo perfectamente que no entiendo tantas cosas como el funcionamiento de teléfonos y aviones y sentimientos).


 Y aun así es casi obligatorio pensar que Marte no es la última, pero sí la próxima frontera a la que apelaba la locución en los títulos de Star Trek. Y ahí están libros como The Case for Mars: The Plan to Settle the Red Planet and Why We Must de Richard Zubrin y Richard Wagner (la portada explica que allí se incluye "toda la última información disponible") y se proponen blue prints y manuales de instrucciones y se avisa que toda colonia dependerá -al menos por unos primeros trescientos años- de la Tierra y... Así que por el momento, pienso yo, casi es mejor que te injerten memorias falsas de tus viajes como en El Vengador del Futuro. O releer las Crónicas Marcianas transcurriendo en un Marte con una atmósfera respirable y terrena porque a Ray Bradbury no le gustaba que sus personajes "tuviesen que conversar con las escafandras puestas".
 De todo eso -y de tanto más- me entero en Madrid, en la exposición Marte: La Conquista de un Sueño, en la Fundación Telefónica. Muestra (N. de la R.: esta muestra se exhibirá a partir de mayo en la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia). Allí, el fantasma de la electricidad de Carl Sagan da la bienvenida in situ a un paseo por "ese espacio mítico en el que hemos proyectado todos nuestros miedos y nuestras esperanzas" entre antiguos manuscritos y tecnología de última generación.



 Y todo se potencia con podcasts, entrevistas a especialistas que van de astro-nautas hasta biólogos, y geólogos y escritores, una sala en penumbras donde se ofrecen fosforescentes hologramas de marcianitos, quizz para identificar vistas de aquí y de allá, la posibilidad de tomarte una foto junto al Curiosity y maratones fílmicos (incluyendo a esa Invasores de Marte con padres que comienzan a actuar raro o al volátil marcianito Marvin de las Looney Tunes animadas) con las mejores y las más bizarras aproximaciones al cuarto planeta a partir del Sol y el segundo más pequeño después de Mercurio.


 Y uno de los tramos más interesantes del recorrido es -no podía ser de otro modo- la vitrina/pantalla con las diferentes hipótesis arquitecto-urbanas de los asentamientos. Lucen bien. Por fuera un poco Santiago Calatrava y otro poco Frank Gehry, una pizca de Norman Foster. Ya saben: ese aire Tomorrowland instantáneamente no anticuado pero sí vintage. Porque, de un tiempo a esta parte, el mañana está en el hoy.


  De salida, la sensación es la de haber realizado un sueño con el suspiro de alivio de despertarse justo cuando todo podría comenzar a virar hacia la conquistadora pesadilla de la permanencia tan lejos de casa. Es como haber estado en Marte sin haber tenido que ir y -vayan anticipándolo- la Fundación Telefónica de Madrid volverá a ponerse el traje de astronauta hacia el próximo otoño boreal para conmemorar los cincuenta años de la catedralicia y monolítica 2001: Odisea del Espacio. 


Acaso la película del género que menos ha envejecido (excepción hecha de su ya añejo título) y que nunca tuvo y continúa sin tener necesidad alguna de ofrecer respuesta alguna al Gran Misterio, porque su genialidad pasa por la formulación de las preguntas más infinitas que el infinito y más allá.  Habiendo visto todo lo anterior en un edificio monumento de 1930 junto a la Gran Vía y que alguna vez -el en su momento muy anticipatorio edificio de Telefónica fue uno de los primeros rascacielos erigidos en Europa, el primero de España- yo no puedo evitar pensarecordar que mi cada vez más remota y distante infancia en los años 60 posiblemente fuese, generacionalmente hablando, la última infancia futurista.


 Entonces, todavía, el futuro quedaba lejos y la tecnología era cosa ajena, de especialistas y de científicos. Pocos juguetes a pilas y a nadie se le ocurría siquiera fantasear con que las computadoras gigantescas estarían cómodamente reducidas para el uso doméstico y que la raza humana habría sido sometida no por visitantes de Marte, sino por sus inmovilizantes teléfonos móviles Made in Earth con capacidad muy superior a la que llevaba aquel Eagle que se posó en el Mare Tranquilitatis.  Ahora, en perspectiva, resulta curioso comprender que el último gran gesto anticipatorio y cienciaficcionesco tuvo lugar ya hace casi medio siglo: esas no últimas sino primeras palabras de Neil Armstrong dando saltitos sobre la polvorienta superficie de la Luna. 


 Así que tristes por -otra forma de "gran desilusión" wellsiana- la ausencia de alguien verdadero allí fuera que corrobore nuestros más inconfesables expedientes X, no nos ha quedado otra que ir convirtiéndonos en nuestros propios aliens. Jugar con nuestro ADN, mutar más o menos a voluntad y esperar ese momento orgásmico, de aquí a unas tres décadas, en el que predicen que tendrá tiempo y lugar eso de La Singularidad: allí y entonces, el hombre fundiéndose con la máquina y, sí, ya más que listo y apto para salir disparado a distancias que harán parecer el viaje a Marte como un paseo a la esquina en busca de El Mercurio. 


Mientras tanto y hasta entonces, ya ha cambiado nuestra forma de imaginar lo inimaginable y la ciencia ficción ya no se concentra tanto en nosotros como invadidos sino -ya se dijo- en nosotros como invasores. Ahí están los best sellers del terraforming como la Trilogía Marte de Kim Stanley Robinson o El marciano de Andy Weir (en el cine con la cara de Matt Damon), o todas esas prolijas crónicas del viaje en el subgénero del generation-ship con hitos recientes como Aurora (también de Robinson) y Seveneves de Neal Stephenson y filmes como Passengers con Jennifer Lawrence y Chris Pratt jugando a Adán y Eva entre las estrellas.


 Pero todavía falta un poco para eso y las últimas noticias informan de que el Tesla/Starman de Musk (en la pantalla de su salpicadero se lee ese "Don't Panic" en homenaje a las locuras galácticas de Douglas Adams) no va a llegar a Marte y se dirige, en cambio, hacia un cinturón de asteroides que, más temprano que tarde, acabarán pulverizando ese objeto "Hecho en la Tierra por Terráqueos". Y enseguida, se supo que ni siquiera eso. Error de cálculo y trayectoria y menos mal que se trataba de un maniquí.



 Y vaya a saber uno dónde acabará y tal vez Starman se pose sobre un planeta distante y sea el principio de toda una religión. O tal vez no haga otra cosa que confirmarle a mentes superiores que no somos dignos de contactar con ellas o que contacten con nosotros en nuestra agónica Tierra. Preguntado en su momento por un posible epitafio para su lápida, Wells respondió: "No estaría mal que fuese: ¡Se los dije, malditos tontos!" Pero también, digámoslo, Wells es el escritor de fantaciencia cuyas profecías y adelantos -máquina del tiempo, sirenas, crono-durmientes, invisibilidad, animales humanizados, marcianos- menos se han cumplido en toda la historia de la literatura.


 Memo para David Bowie y su Major Tom estén donde estén: no, no hay vida en Marte. Marte está muerto. Pero -como Elvis- Marte también está vivo y goza de buena salud. Algún día o alguna noche -en la oscuridad del espacio donde conviven el Sol y la Luna y todas las estrellas- llegaremos por fin a él y, suele ocurrir, nada será como imaginamos. Pero por fin seremos marcianos quienes tal vez -con el correr de los milenios y la amnesia de la Historia y la incomunicación de las distancias- mirarán desde allí hacia ya saben dónde y se preguntarán si todavía hay vida en la Tierra. Y si es o alguna vez fue vida inteligente. 

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