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"Tío Vania" Ni bucólico ni pastoril: una casa de campo rusa en el Chile de hoy

viernes, 13 de octubre de 2017

Andrea Jeftanovic
Teatro
El Mercurio

"Esta versión de Tío Vania cumple con la impronta de ser un excelente retrato de la naturaleza humana y de la sociedad, y también nos alerta a no posponer proyectos".



Los dramaturgos rusos han sabido entrar al alma humana. Antón Chéjov, el médico devenido en escritor por una tuberculosis crónica, escribió teatro y cuentos alrededor de esa crisis de los individuos que protagonizan el tránsito entre el antiguo régimen del campo al mundo burgués de la ciudad. "Tío Vania" es un clásico en ese sentido y otros, ha sido montada en distintas latitudes e idiomas; la última que vimos por acá fue la de Daniel Veronese que apostaba por una ambientación contemporánea y una escenografía opresiva. La versión local, en cartelera en CorpArtes, está en manos de Álvaro Viguera y con adaptación del escritor Rafael Gumucio, una dupla que se consolida en cada una de sus producciones ("Sunset Limited"). Ahora la acción se sitúa en un campo abierto, con alusiones a nuestra sociedad y con léxico chileno.

Del mismo modo que la pieza original, la historia transcurre en la casa de campo de una familia aristocrática venida a menos, liderada por Vania, un hombre que ha dedicado toda su vida a trabajar en el campo, que recibe la llegada de su ex cuñado Sergio (Sergio Hernández) -un celebrado académico y crítico teatral-, quien se muda con su nueva mujer, Elena (Antonia Zegers), más joven que él y muy seductora. Pero no es una visita cualquiera, pues él es dueño de la hacienda y su llegada abre un reservorio de cuentas pendientes entre quienes han estado a cargo del lugar: Sonia (la hija de su anterior matrimonio, interpretada por Antonia Santa María, que siempre ha trabajado ahí para ayudar a su padre) y María (madre de Vania y admiradora incondicional del profesor Alexander, interpretada por la actriz Gloria Münchmeyer) y, por supuesto, Vania (Marcelo Alonso). Alrededor de ellos gira un médico, el doctor Astrov (Jaime McManus), enamorado de Elena, algo alcoholizado como Vania, y cuya preocupación son los bosques. Verónica García Huidobro es la vieja nodriza, hace un papel pequeño pero importante como mediadora de estos dos mundos. Parecido rol cumple Teleguin (Manuel Peña); ambos apuntan a ese servilismo imprudente que simboliza la frustración de un puñado de personas sin sueños ni esperanza de cambios.

La monotonía de la vida campestre se verá interrumpida por estos deseos cruzados, por la permanente sensación de apatía y fracaso hasta un momento de catarsis, cuando Vania explota al darse cuenta de la farsa que ha montado su ex cuñado y dice: "¡Mi vida está deshecha! ¡Tengo talento, inteligencia, valor!... ¡Si hubiera vivido normalmente, de mí pudo salir un Dostoievski, un Schopenhauer!... ¡No sé lo que digo!... ¡Me vuelvo loco! ¡Estoy desesperado!". Para llegar a este punto hemos seguido el juego de tensiones y apariencias, propias de la dramaturgia de Chéjov, con personajes aparentemente apacibles, pero que están llenos de tormentos. Vania, comprometido y trabajador, también deja ver su lado patético, la envidia, la sensación de fracaso, la crisis de la adultez.

Al poco de avanzada la versión chilena, la obra me trasladó a la novela "Casa de campo", de José Donoso; si bien el argumento no es idéntico, hay ecos en cuanto a la historia de una familia aristocrática que comparte vacaciones en el campo con tensiones y apetitos ocultos, deslizándose una ácida crítica social a la endogámica y tiránica élite. Sin olvidar que es Chéjov quien primero problematiza paradigmas en pugna hasta el día de hoy: la riqueza heredada versus la meritocracia, el trabajo manual versus el trabajo intelectual, el sacrificio individual versus el por otros, el abuso o respeto de los recursos naturales, las mujeres que siguen las tradiciones o las transgreden, el amor por conveniencia o el amor no correspondido. Y es acá donde en esta versión distinguimos la reescritura de Gumucio en clave de sátira social contingente, con "palos" a los empresarios chilenos y su vocación depredadora, a los pseudointelectuales. Problemáticas que se despliegan con un lenguaje estético poderoso gracias al diseño de luces de Andrés Poirot en conjunto con la escenografía de Daniela Vargas, creando sugerentes cuadros plásticos. Entre ellos destacan una lluvia nocturna estival, la escena de la cosecha, la humedad del verano. Es curiosa la ecuación: una obra de series mediocres, pusilánimes, amargos o fantoches que están inmersos en un entorno natural sublime.

La escenografía va adquiriendo tonos cromáticos que acompañan los estados emocionales de los personajes inmersos en el fracaso, la amargura, la ira, el escepticismo, la resignación del conjunto de personajes que agrupa a actores con distintos estilos que interpretan sus roles con talento y convicción, y logran estremecer por su devastación interna. Gloria Münchmeyer aporta con su prestancia en este rol vanidoso y adulón. McManus, otro excelente actor, es el afuerino que ilumina y perturba el ambiente sin advertirlo. Sergio Hernández está genial en su rol de escritor fanfarrón. Destaca la dupla protagónica: Marcelo Alonso una y otra vez demuestra ser un actor que puede interpretar ferozmente a personajes atormentados (Stanley Kowalski en "Un tranvía llamado deseo", el intelectual desencantado en "Sunset Limited") y Antonia Santa María ("Gladys") deslumbra en su papel de una chica acomplejada, sola, enamorada en secreto, tierna; y que es el único espacio de salvación en una vida de hastío y tedio. En efecto, la última escena los pone juntos en un final que oscila entre la resignación y la contención emocional.

Esta versión de "Tío Vania" cumple con la impronta de un ser un excelente retrato de la naturaleza humana y de la sociedad, y también nos alerta a no posponer proyectos, cotejar entre la felicidad y el progreso y a no dejar nada pendiente, porque siempre, tarde o temprano, el destino nos cobra la cuenta.

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