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HONG KONG

20 años después de los británicos

domingo, 20 de agosto de 2017

POR Nicholas Kulish.
Crónica
El Mercurio

Un escritor vuelve a la isla donde hizo sus primeros trabajos como periodista, en busca de un amigo con el que ni siquiera hablaban el mismo idioma. Esto encuentra: una ciudad muy diferente a la que vio cuando la ex colonia británica pasó a manos chinas.



Toqué y toqué a la puerta que estaba al lado del logotipo plástico que mostraba una paleta de pintor. Había sido tan engorroso encontrar la dirección de este mohoso edificio en la calle Wyndham, en Hong Kong, que ya empezaba a pensar que era hora de renunciar a la idea de encontrar allí a mi viejo amigo Ng Tak Tung.

En 1997, apenas unos días después de mi graduación, me mudé solo a esta isla en el Mar del Sur de China, para trabajar en una revista de negocios. Bastante se había dicho sobre la entrega británica del control de su colonia a China, que para muchos marcaba el fin simbólico de un imperio y de una era. Buscaba un poco de historia, un poco de aventura y un poco de emoción, y terminé con más de esas tres cosas de lo que estaba preparado.

Entonces, desde la cubierta de una chatarra que se meneaba en Stanley Beach, vi cómo los grupos de hombres y mujeres se acercaban a sus pintorescos barcos decorados como dragones (las cabezas talladas en madera, los dientes a la vista). Reporteé por primera vez una manifestación: una vigilia a la luz de las velas en Victoria Park, con decenas de miles de participantes que honraban a los manifestantes democráticos asesinados en la Plaza Tiananmen ocho años antes.

Unas semanas más tarde, me senté en el pequeño bar de una tienda adornada con luces de Navidad y vi un reportaje televisivo que mostraba que, justo antes del amanecer, transportes blindados habían llevado tropas chinas por la frontera desde Shenzhen. Ese mismo fin de semana, en el Foreign Correspondents' Club, un hombre gigantesco que usaba pantalones negros y una desordenada camisa plisada me dio un cabezazo porque el bar estaba cerrado y no podía seguir tomando.

Yo tenía un amigo en la isla china de Hainan: un pintor que hablaba tan poco inglés como yo chino hainan. Es decir, nada. Pero con Tak Tung nos convertimos en amigos insospechados en el bar frente a mi oficina en Hollywood Road: el Globe. Cuando jugábamos dardos, tenía una habilidad -que confundía a los británicos que derrotaba- para perderse los tiros fáciles, y luego daba en el blanco con una consistencia improbable. Puesto que nuestras palabras volaban ininteligiblemente, nos comunicábamos dibujando sobre servilletas y posavasos de cerveza. Hacíamos bosquejos de la gente que conocíamos. Dibujamos mapas de Hong Kong y China, del mundo, de barcos y aviones y de las líneas de puntos que describían nuestros respectivos viajes.

La última vez que vi a Tak Tung, me invitó a su estudio. Tomó el teléfono (un teléfono fijo, por supuesto) y marcó un número, y me entregó el receptor. Al otro lado había una mujer: su esposa. Dijo que se encontraba en la clínica y que su esposo estaba pasando por un momento difícil debido a su enfermedad. Quería que supiera que significaba mucho para él tenerme como amigo.

Poco después, dejé ese lugar. Eso fue antes de que existiera Facebook. Mucha gente ni siquiera tenía cuentas de email todavía. Y cuando uno se iba apresuradamente de una ciudad, como hice yo, perdía contacto con la mayoría de los amigos que quedaban a medio mundo de distancia.

Ahora, dos décadas más tarde, la única huella que guardaba de Tak Tung era la pequeña reproducción de una pintura que había hecho de una escena de bar en el distrito nocturno de Lan Kwai Fong. Mientras me preparaba para regresar por primera vez desde el otoño de 1997, busqué online y encontré solo una pintura de botellas de vino vendida en Christie's una década antes, y un sitio web de apariencia antigua de una escuela de arte con el logotipo de una paleta púrpura, justo al lado de donde me encontraba ahora.

Nadie contestó a mis golpes.

Podía haber regresado al continente, emigrado a Occidente o -incluso- podía haber fallecido. Como un último esfuerzo, saqué una tarjeta de visita y escribí atrás que me encontraba en la ciudad y que por favor me llamara o escribiera. Eso, además, si es que se acordaba de mí. Pasé la tarjeta bajo la puerta cerrada de su estudio y me fui.

Tantas cosas habían ocurrido en los 20 años de gobierno chino (la epidemia del SARS, el autoritarismo repentino, el movimiento de protesta), que no esperaba reconocer Hong Kong. Revisando Wikipedia antes de irnos con mi esposa, Rachel, vi que 18 de los 20 edificios más altos de la ciudad habían sido construidos desde mi salida. Imaginaba los modernos rascacielos mientras se levantaban, envueltos en lienzos y con los tradicionales andamios de bambú. Pero mientras explorábamos Google Maps en busca de hoteles, le mostré mi antiguo departamento en Lyndhurst Terrace, seguí con mi dedo el camino que usaba para bajar al muelle del ferry. Rachel comentó que recordaba mejor los nombres de las calles de hace 20 años que los de Crown Heights, donde hemos vivido durante tres.

Al descender nuestro avión hacia Hong Kong, miré por la ventana los buques de carga que pasaban lentamente a través de las aguas verdigrises, los contenedores de carga que parecían legos de colores primarios apilados en sus cubiertas, y alcanzaba a ver las oscuras masas de las islas periféricas sobresaliendo del agua. De pronto, lo encontré todo instantáneamente reconocible.

A pesar de nuestro jet lag extremo, nos motivé a hacer un largo recorrido a pie. Cada recuerdo me empujaba unos pasos más, y la siguiente vista conducía a otro recuerdo. Le mostré a Rachel el templo de Man Mo, lleno de inciensos, y las higueras de Bengala, cuyas raíces se agarraban a los viejos muros de contención. Los mercados de carne cruda y criaturas marinas se mantenían vivos, desafiando el avance de los supermercados. Y cuando no recibí respuesta en el estudio de Tak Tung, seguí caminando.

El Star Ferry, barato como siempre, nos llevó lentamente por el puerto, ofreciendo unas vistas increíbles del bosque de edificios altos que escalaban la isla Victoria. Desembarcamos y subimos a la locura repleta de gente de Tsim Sha Tsui, en la punta de Kowloon, por el lado continental, pero la antigua explosión de luces de neón se ha ido extinguiendo en favor de luces LED más económicas. Nos sumergimos en las tiendas temáticas de Mong Kok, visitando el Gold Fish Market, con miles de coloridos peces pequeños nadando en diminutos círculos dentro de las bolsas de plástico que se exhibían en fila. Vimos la variedad del Flower Market Street, que incluía lirios y crisantemos, y a orgullosos propietarios que mostraban a sus loros de plumaje brillante en Yuen Po Bird Garden.

Todo eso estaba muy lejos de mi antigua rutina en Hong Kong. Cuando vine por primera vez descubrí que, en el mejor de los casos, trabajaba semi-legalmente mientras mi visa de turista estaba a punto de expirar. La única habitación que podía pagar era apenas más grande que el futón de madera donde dormía. Mi ropa colgaba en una barra de presión por encima de mi cabeza, así que para poder levantarme debía correr mis camisas y pantalones a un lado. En vez de ducha había un agujero en el suelo del baño y una manguera conectada al lavamanos. La cocina consistía en un solo quemador unido a un tanque de propano.

No pasé mucho tiempo en la Flower Market Street, pero sí en el Globe. Para quienes se criaron viendo episodios de Cheers, como yo, el Globe representaba un ideal: no solo era un lugar de reunión después del trabajo, sino una forma de vida en una nueva ciudad, con un grupo integrado de amigos.

Una noche decidimos que no habíamos hecho suficientes chistes, así que nos obligamos, todos los clientes, a contar uno antes de ordenar algo para tomar. También hicimos listas de países y ciudades que cada uno había visitado. Las dudas fueron resueltas con un viejo libro Guinness, un diccionario y un "obras completas" de Shakespeare. Las partidas de dardos se alargaban hasta altas horas de la noche, e incluso cuando había que despertarlo para su turno, Tak Tung podía darle al blanco.

Uno de mis mejores recuerdos fue la noche del traspaso, que se celebró con fuegos artificiales. Afirmamos la puerta de la escalera de una torre de oficinas cercana para que quedara abierta y observamos una de las mejores vistas no autorizadas en la ciudad. Cuando llegó el momento, subimos hasta el techo. Pero a medida que los fuegos artificiales comenzaban, todo lo que alcanzábamos ver era un halo parpadeante alrededor de una silueta rectangular y oscura. La enorme masa apagada de un rascacielos en construcción, que había surgido desde la última exhibición de fuegos artificiales, eclipsó el espectáculo de luces que adornaba esta pieza de teatro político.

El traspaso fue planeado y coreografiado con mucha anticipación, pero la Crisis Financiera Asiática fue una catástrofe improvisada. La revista donde trabajaba era de propiedad tailandesa y después de que el baht se derrumbara, dejaron de pagarnos. Me desalojaron. No tenía recursos o una red de seguridad, pero los meseros del Globe me adoptaron. Me encontré durmiendo en el sofá de una amable mesera y su novio electricista. A medida que mi situación financiera se deterioraba, mis cervezas se iban agregando subrepticiamente a las cuentas de banqueros que nunca siquiera se dieron cuenta.

Para cuando volví este año, el Globe en Hollywood Road había cerrado, pero los ávidos dueños habían puesto todos un poco de dinero para una colecta que permitió reabrirlo a la vuelta de la esquina. El antiguo letrero metálico exterior había sido recuperado y ahora colgaba en una pared interna. La clásica imagen de un mapa del mundo presidía un rincón lleno de juegos y libros. En el viejo Globe, las comidas se hicieron en un horno precario. En su nueva vida, este era un pub gastronómico completo, donde se cocinaban delicados peces y se hacía polenta de trufa.

Con Rachel comimos en Hong Kong como nunca pude en el pasado, cuando los panqueques de cebollín y las llenadoras y baratas comidas de McDonald's eran todo lo que podía permitirme. Pedimos pollo frito de Sichuan y panecillos de vientre de cerdo en Little Bao; dim sum en la tradicional Luk Yu Tea House, con sus cabinas de madera y ventiladores en el techo; las albóndigas de trufa negra del restaurante Sohofama, en un reciclado ex cuartel de la policía, el PMQ, ahora convertido en una ondera mezcla de arte, tienda y gastronomía en el Soho hongkonés.

Recordaba este barrio como un puñado de bares y restaurantes más bien tranquilos. Ahora multitudes de jóvenes se derramaban por todos los locales, mientras un grupo de mujeres jóvenes, con coloridas pelucas, sorbían sus tragos con bombillas  amarillas, mientras se acomodaban en un grifo. Alcanzamos a probar un par de cervezas Gweilo en el bar especializado en etiquetas artesanales 65 Peel justo antes de sucumbir al jet lag.

Al día siguiente, para escapar de la lluvia, tomamos uno de los viejos tranvías y nos dirigimos hasta North Point, donde observamos a miles de sirvientas indonesias y filipinas haciendo picnic donde encontrasen refugio, bajo puentes y viaductos atascados, celebrando su día libre.

En el extremo oeste de la línea de metro, en el barrio de moda, Kennedy Town, saludé a mi viejo amigo-mesero Scott Wrayton en su nuevo restaurante, Shoreditch.

Scott, inglés, originario de un pequeño pueblo, recordó haber llegado un cuarto de siglo antes a una ciudad llena de neón, donde las nubes envolvían la parte superior de los rascacielos, y sentía que había aterrizado en una escena de Blade Runner. El cambio en el horizonte de la ciudad era aún más evidente desde la siempre turística Victoria Peak. La torre que I.M. Pei diseñó para el Banco de China, alguna vez un imagen predominante en la isla con sus mástiles idénticos y sus patrones triangulares, ahora se perdía fácilmente entre los muchos gigantes que se codeaban en el sector.

Acabábamos de comer unas tartaletas de huevo en la panadería de Tai Cheong y pensaba en qué elegante boutique se habría instalado en la planta baja del viejo y sucio edificio donde estaba mi antiguo departamento, cuando recibí un mensaje de WhatsApp. "Hola Nick, ¡soy Tak Tung! ¡Tan emocionado de ver su tarjeta! ¿Estás en HK ahora?".

Llegué a su estudio y encontré la puerta abierta. Había marcos de madera apilados contra la pared, junto a unos lienzos rosa y azul brillante pintados con flores. Ng Tak Tung usaba unos lentes redondos de marco negro que no recordaba y lucía una barbilla blanca. A pesar de los 20 años que habían transcurrido, lo reconocí de inmediato. No así el nombre en los catálogos de sus pinturas: Ng Chung. Ahí entendí por qué había sido tan difícil rastrearlo.

De pronto sacó dos Cohiba para celebrar y fumamos los cigarros cubanos mientras admiraba los textos. Su ayudante nos traducía cuando hablamos y, de vez en cuando, hacía sus propias preguntas. "¿Cómo conversaban cuando no hablas chino?", dijo. Le expliqué que dibujábamos sobre lo que pudiéramos encontrar en el momento. Mientras ella le traducía mi respuesta, repasaba los libros con entusiasmo y apuntaba a las reproducciones de sus bocetos detrás de varios posavasos de cerveza y trozos de papel: dos mujeres desnudas, un pescado mordiendo un dedo, un joven delgado que me parecía familiar.

Bromeamos sobre lo bueno que era para dar en el blanco en los dardos e hizo un gesto como si apuntase con un rifle. Su puntería era buena porque había sido entrenado en el Ejército Popular de Liberación e incluso había participado en algunas escaramuzas en la frontera con Vietnam.

Su historia empezó a aflorar y era más complicada de lo que jamás hubiera podido adivinar. Venía de una familia de propietarios de inmobiliaria, pero pasaron momentos difíciles en la Revolución Cultural. Después del servicio militar fue a la Academia de Bellas Artes de Guangzhou, donde conoció a su esposa, y la siguió a Hong Kong.

¿Seguía enferma su esposa?, pregunté, poniendo a prueba mis recuerdos. Sí. ¿Ella hablaba inglés? Sí.

Como parte de su evolución artística, Ng Chung había abandonado su formación realista y se había lanzado al neo-expresionismo, sumergiéndose en el disoluto barrio de Lan Kwai Fong como lo hacía Toulouse-Lautrec en Montmartre. "Empezó en este lugar; percibió el sentimiento de alienación donde quiera que iba y comprendió lo que significaban la soledad y la impotencia", decía un ensayo en un catálogo.

Como yo en esos años, él también había llegado recién a la ciudad. Según entendí entonces, nuestra amistad había surgido de una soledad compartida que ninguno de los dos había sido capaz de articular. Cambió su nombre, me dijo, para cambiar su suerte y empezar de nuevo. Había encontrado el éxito, sus pinturas ahora pertenecían a colecciones de museos importantes y él vivía en una zona aspiracional.

En los años siguientes a mi partida, siempre conté historias divertidas y livianas sobre este lugar: las carreras de barcos dragón, los juegos de dados, el karaoke Cantopop. Luego, encontré un diario viejo que había guardado y quedé atónito ante la miseria. Ser pobre no era divertido; ser sacudido por una crisis financiera no se sentía como una montaña rusa; perder mi primer trabajo después de titularme, ser desalojado y gastar todos mis ahorros para apenas sobrevivir... todo eso solo era romántico cuando se miraba en retrospectiva.

La ciudad era demasiado grande, demasiado cara y demasiado dura para mí. Lo que la volvió tolerable y, a través del brumoso velo de la memoria, un tiempo maravilloso, fueron los amigos que hice aquí.

Ng Chung me llevó por una escalera trasera a un bar donde lo conocían tan bien como solían conocernos en el Globe. Su asistente se fue y bebimos felizmente, como antes, conversando sin comprender nuestras palabras, pero aun así entendiéndonos.

© The New York Times

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