¿Qué le parecería a una sociedad relativamente civilizada, que en pleno siglo XXI solo se castigaran los crímenes en la medida que se cometieran con armas de más de 45 calibres, dejando en la impunidad al resto? Algo equivalente ocurre en nuestra flamante legislación tributaria que pretende gravar con impuestos las emisiones contaminantes. Exención total para todos aquellos que contaminan con calderas o turbinas con potencia térmica inferior a 50 megavatios e impuestos altos a todos aquellos que contaminen aunque sea estacionalmente, sólo porque tienen la capacidad para hacerlo.
Claramente las emisiones no revelan capacidad contributiva, sino que económicamente constituyen una sobreimposición a la renta, con el propósito de que las empresas mejoren sus sistemas y se preocupen de evitar degradar el medio ambiente.
Por muy loables que sean sus fines, los tributos verdes deben responder también a parámetros mínimos de justicia y razonabilidad. La premura obsesiva e irreflexiva de sacar adelante una Reforma Tributaria en tiempo record, franqueó esos límites como nunca antes, dejándonos un sistema que no termina de corregirse y recorregirse a sí mismo, en una dinámica que no hace sino contaminar toda nuestra institucionalidad fiscal.