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La intacta majestad del valle de Katmandú

domingo, 21 de mayo de 2017

TEXTO Y FOTOS: Luis Alberto Ganderats, DESDE NEPAL.
Crónica
El Mercurio

Dos años después del terremoto, Nepal se reconstruye con lentitud, pero ya restauró completamente su alegría de vivir, su valor ante el infortunio, y no ha perdido pizca de su capacidad para hacer soñar. El nepalés cree que su secreto está en los contrastes de las almas: los occidentales "no saben por qué viven; ni menos saben por qué los ojos redondos de sus hombres tienen un cansancio de siglos".



Cuando los ojos se me pusieron brillantes me di cuenta de que no era un sentimiento nuevo. Estaba sintiendo lo mismo que en Haití después de sus terremotos: ganas de llorar. Y tuve la sensación de que no estaba cumpliendo con lo que se supone debe limitarse a hacer un redactor de viajes: ir, ver, oír, volver y contar.

¿Y sentir? ¿Por qué no llorar? ¿Por qué no regresar en un impulso incontenible?

He ido a Haití, y he vuelto sintiéndolo como una nueva patria adolorida; veo como hermanos a los inmigrantes que ahora viven entre nosotros arracimados y dulces como uva negra. Lo mismo me ocurre con Nepal. Desde que lo descubrí, en los años setenta, cada vez que lo miro vuelvo a experimentar el íntimo fuego del descubrimiento. Y el sentimiento.

Al regresar ahora, dos años después de un arrasador terremoto, se puede sentir que existe una barrera metafísica entre ellos y nosotros. No resulta fácil entender que hoy, después de tanto descalabro, tengan récords de alegría per cápita. Menos lo entendía hace medio siglo. El hormiguero de dioses mostraba demasiada prisa por llevarse a los hombres a otros mundos. Estaban privados de hospitales, de alcantarillado, de agua potable, de casi todo. Menos de alegría.

Katmandú no cambia

Siento que hay algo nuevo después del terremoto de abril de 2015: una nueva piel cubre a sus ciudades, palacios y templos extraordinarios. Nepal provoca más emociones que ayer. Esa nueva piel está hecha de la aflicción que nos causa la silenciosa conformidad de la gente. Tal vez por su fe inconmovible; levantada sobre roca.

¿Debe el viajero venir a Nepal a pesar del terremoto de 2015 y emocionarse como todos? Es cierto que el terremoto hizo grave daño a algunos palacios, templos y millares de casas, pero se conserva la mayoría de las construcciones nobles que la convirtieran en Patrimonio de la Humanidad. Eso se advierte especialmente en las ciudades históricas del extenso valle de Katmandú. Las admirables Bhaktapur y Patan -lo mejor de Nepal- salvaron casi todas sus joyas arquitectónicas y permanecen intactos sus trazados medievales hechos pensando en los dioses y sus templos. No así el durbar de Katmandú, la plaza del ex palacio real, que tuvo más daños que otras, y menos que Ghorka, epicentro del terremoto. Pero ese gran palacio que después de los sismos fue afirmado con varas de soporte o tekos, ahora es restaurado, en medio de una ronda de andamios. Y el notorio templo Maju Deval comienza a renacer sobre sus intactas nueve gradas históricas, desde las cuales la multitud se acostumbró, desde hace dos siglos, a presenciar la
fiestas, a descansar o escarbar en largas meditaciones.

Katmandú vuelve a la normalidad.

Es la misma que asombró al mundo hace 60 años, cuando las ciudades del valle de Katmandú fueron abiertas al turismo. En ellas, el hombre de hoy puede visitar al hombre de ayer, que vive apenas despegado de la Edad Media. Creen en muchas divinidades, como ayer, y un budista puede ser a la vez hinduista, o emocionarse en una iglesia cristiana. Los hilanderos hilan como ayer; y como ayer tocan músicas dapha y hacen sonar la flauta bansuri, la "melodía de bambú".

No han sido dos años fáciles.

-Pero eso de levantarnos después de los terremotos es algo que hemos aprendido a hacer por siglos -me dice Mohan Shrestha, un nepalés bachiller en técnicas gerenciales de la Tribhuvan University. Con él hemos identificado los edificios patrimoniales destacados por la UNESCO, y la visión del posterremoto no es risueña; tampoco triste:

-Está costando mucho, pero cada día avanzamos un poco. Se necesitan miles de millones de dólares y mil manos especializadas en edificios históricos de madera y ladrillo. No se pueden reparar todos a la vez, como nos gustaría.

-¿Faltan especialistas?

-Faltan, pero son muchos los que aquí conocen las técnicas de construcción antiguas, y el tallado de la madera del árbol sala, que significa "casa", utilizada en los templos y palacios durante siglos. Y ellos están formando aprendices. Por lo tanto, nos demoraremos, pero todo lo dañado se podrá reparar, y algunos edificios simbólicos del valle renacerán. Sabemos cómo hacerlo. Ya lo hicimos después del terremoto de 1934. Es cuestión de tiempo.

-¿Qué echarán de menos los turistas?

-Casi nada. Todo lo esencial de Nepal permanece intacto, y sigue siendo ese lugar del mundo que no tiene otro que se le parezca. Los viajeros tendrán que esperar un tiempo para ver en pie nuevamente algunas viejas pagodas de varios tejados y templos hindúes de piedra blanda, que se desplomaron. Pero no olvidamos a nuestros dioses. Las pagodas de varios tejados nacieron en esta zona y después se multiplicaron en China, en Japón, en la India, en Vietnam. Sabíamos construirlas antes que nadie.

Gemelas idénticas

Muy simple es la diferencia entre Katmandú y otras ciudades viejas del mundo: se diría que los descendientes de quienes construyeron estas villas nepalesas se han quedado a protegerlas, y lo hacen desde hace 500 o 1.000 años por fidelidad a sus dioses. Sus vidas apenas han cambiado. Y ahí se encuentra el secreto de la emoción que produce.

Su capacidad para conmovernos aumenta quizá por una decisión de las autoridades: los extensos barrios históricos, los durbar, permanecen cerrados al automóvil, como antes del terremoto. Salvo algunos vehículos ocupados en la reconstrucción, casi nada interrumpe la sonora paz de sus gentes. Mientras afuera de los recintos protegidos el tránsito de automóviles y buses es caótico, y el aire huele sucio, en el interior del durbar de Katmandú el tiempo permanece congelado. Lo mismo ocurre en otros durbar del valle, pertenecientes a ciudades que ayer fueron rivales, y ahora parecen una sola gran metrópolis, prácticamente soldadas entre sí. En ellas se camina, o se camina.

Si se quiere entrar a estas zonas protegidas, hay que pagar (de buenas ganas) unos pocos dólares. O se paga nada, como en el templo de Dakshinkali, a 45 minutos de Katmandú, por caminos que avanzan como culebra entre las montañas. El terremoto no produjo daño importante y su gente inmutable y devota sigue practicando sacrificios de sangre -de cabras o gallinas- los martes y sábados, puntualmente.

Tampoco se paga en Kirtipur, antigua capital, a 5 kilómetros, siempre libre de turistas apresurados, donde se puede saborear el Nepal más genuino, entre viejos templos y palacios de la misma factura que en los durbar. Y desde ahí se puede observar Katmandú como vemos Santiago desde los miradores de nuestro Parque Metropolitano. Desde aquí se aprecian los efectos del sismo sobre los barrios más precarios. Las vecinas jorobas del Himalaya dieron corcovos que rompieron las tierras del valle hace dos años.

Nos asomamos también a la más dañada de todas las ciudades, Ghorka, metida entre los cerros. Es la cuna de los que gobiernan Nepal desde el siglo XII, tanto reyes como los maoístas de hoy, incluyendo algunos monarcas buenos que no sabían gobernar. Ghorka tiene un palacio en la punta del cerro y monasterios y santuarios repartidos aquí y allá, que se parecen a los del valle como dos gotas de agua.

En la exquisita arquitectura y en la pobreza, todas las ciudades que hemos recorrido hasta ahora son gemelas idénticas en su corazón histórico. Y en algo se parecen a nuestras ciudades y no solo por los terremotos; se come lo mismo: arroz, trigo, papas, choclos, pescados, pollos, legumbres...

Caminar por otro tiempo

Llevo días caminando solo y hablando solo, tratando de conocer algo más del mundo doméstico y secreto de Katmandú. He evitado las áreas llenas de turistas, para meterme sin guía en barrios históricos que parecen panales, perforados aquí y allá por caminos que llevan a sitios secretos. A veces son callejones angostos sin más salida que un umbral muy bajo que debemos cruzar doblados en dos. Ellos, con cierto temblor y temor, nos conducen a lugares maravillosos, tan insignificantes como ajenos, pequeños espacios que parecen viejas ilustraciones de libros para niños. Le emoción de verdad puede desbordarnos. Nunca nos acostumbramos a este transitar -en minutos- de la realidad a la fantasía, eso que Nepal nos regala.

Katmandú mantiene intacta su capacidad de hipnotizarnos. En sus rincones permanecen vivas las obras exquisitas de los newar (que dieron su nombre a Nepal) y las de otros pueblos, construidas y reconstruidas desde antes de Cristo, cuando por aquí pasaban las legendarias caravanas a la India.

Muchos, especialmente las mujeres, visten como si vinieran saliendo de un libro sobre remotas exploraciones, vistiendo saris indios y otros ropajes.

Avanzo y tomo fotos como si nadie me viera. A la vista de todos, en los barrios apartados, las señoras se lavan el cuerpo y el pelo con agua de sus baldes y se dejan refregar la espalda. Hombres y mujeres de castas campesinas se ven siempre separados. Los varones, sobre el suelo, lejos del gentío, forman círculos que ocultan el juego de dados o del parchís. Las mujeres tejen, cosen y -haciendo bailar sus lenguas- van a la noria cargando baldes. La mayoría de las casadas se reconoce de lejos: usan sari rojo con una franja negra y ancha. La soltera tiene libertad para vestir. El hombre lo hace casi siempre al modo occidental más simple, aunque normalmente lleva un gorro recto color pastel.

Para contactarse aquí con el budismo del Tíbet basta rodear la gigantesca estupa de Boudhanath, ya completamente restaurada. Es como La Meca del budismo tibetano y, vista desde lo alto, forma un mandala cósmico, según Mohan Shrestha. En la cúspide siguen los ojos escrutadores, somnolientos, de Buda. Se halla en un barrio con miles de refugiados seguidores del Dalai Lama, y por eso abundan las academias para aprender el arte de los thangkas, que se cuelgan en monasterios y son enarbolados en las procesiones.

Una sorpresa nos espera cerca de esta estupa. Mohan Shrestha llega hasta Matthieu Ricard, el budista tibetano más famoso después del Dalai Lama, y que fuera amigo del neurocientífico chileno Francisco Varela. Hace algún tiempo fue identificado como el hombre más feliz de la Tierra. Ahora no lo sabe. En el hotel anexo a su monasterio de Shechen Tennyi -muy cerca de la estupa y del enorme Hyatt en que alojamos- cuenta que estaba fuera de Nepal para el día del terremoto, y se encuentra de vuelta. En el extranjero, muchos han hecho esfuerzos para conseguir ayuda, y está contento con los resultados. "Pero no tanto como para sentirme el hombre más feliz de la Tierra. Necesitamos mucho, mucho. Necesitamos más turistas. En las redes hay decenas de miles todos los días buscando hoteles para venir a Nepal. Ojalá sigan aumentando".

Seguimos nuestro caminar por las ciudades de este valle agrícola montado entre montañas a 1.500 metros de altura. No solo vemos tibetanos, sino sherpas del Himalaya y algunos jaks, mezclados con campesinos y artesanos. También hemos reconocido a unos pocos gurkas que ahora usan sus temidos cuchillos curvos para el trabajo artesanal en la reconstrucción y sus tareas domésticas. Están de regreso en sus aldeas, que son las más pobres y dañadas.

Hablemos claro. La belleza de las ciudades a ratos nos quita el habla. Pero no son perfectas. Nada de eso. Sus imperfecciones no hacen más que subrayar las 2.500 joyas arquitectónicas sobrevivientes, cargadas de cicatrices. El ex Palacio Real de Katmandú, por ejemplo, es una rara mezcla de edificio neoclásico londinense, fruto del capricho de uno de sus monarcas viajeros, pero le rodea una multitud de templos, pagodas, palacios y patios donde ha quedado para siempre el genio y la fe de sus habitantes, distintas fes, que como ríos parecen dirigirse a un único mar. Ahora cayeron o se inclinaron ciertas construcciones centenarias, restauradas con ligereza después del terremoto de 1934. Se usó mucho la albañilería de ladrillo y madera, y los resultados no dejan contento a nadie. Pero entonces y ahora se han respetado los espacios urbanos de hace muchos siglos, lo que hace más viva la sensación de caminar por otros tiempos históricos. Se siente como posible hacer una visita a seres humanos de ayer. Por momentos de
bemos detenernos a ordenar las ideas, a pellizcarnos. Todo se hace confuso, o portentoso, para el niño que todos llevamos dentro.

En este valle no solo hay miles de templos, monasterios, palacios y santuarios con solemnes patios interiores. Al lado del ex Palacio Real de la ciudad de Katmandú veo una enorme imagen mural del dios del tercer ojo, el que repara lo destruido: Shiva encarnado como el amenazante Bhairava, destructor de demonios. Atemoriza a los creyentes, quienes se cuidan de darle atención especial. Hasta el día de hoy, y especialmente después del terremoto, ellos procuran calmar las iras de Bhairava sacrificando animales, ofreciéndoles sus cánticos y oraciones. Tal vez por eso, a pocos metros se reconstruye la pagoda Maju Deval, y al lado del durbar de Bhaktapur veo chivos y gallos junto a un santuario. Serán muertos y luego quemados ante los dioses.

Muchas mujeres acuden llevando sus pujas, pequeñas bandejas con agua, flores, arroz, dulces...  Abundan personas bajo el sol, junto a un templo, que parecen no tener más ocupación que ver pasar el viento. Son escenas sin tiempo, protagonizadas por seres que parecen esos disfrazados que fingen ser estatuas, como en los paseos de Chile y de tantas ciudades del mundo.

Con Bertolucci del brazo

En villas conocidas por siglos como "pueblos del arroz", los campesinos siguen en las plazas limpiando granos; otros producen cacharros de greda negra junto a las pagodas, tejen frente a las norias silenciosas, venden velas para los dioses bajo los balcones negros y relucientes. Con razón, Bernardo Bertolucci escogió estos barrios para la filmación de escenas de su película Pequeño Buda. Es el Lejano Oriente, que él ama hoy como nunca, y con razón. Por él, y aquí, estoy aprendiendo a reconocer mejor estos rincones de Asia. Y también a admirar la sabiduría de viejo-joven de Bertolucci, que naciera -¡ahora me entero!- tres días después de quien escribe estas líneas.

Por ser mayor que él, seguiré colgado de su brazo repartiendo pisadas por el valle, tratando siempre de conectarme con la serena alegría del pueblo nepalés, más fácil de bienquerer que de entender, pues convive con dioses que pueden ser benevolentes hoy y vengadores mañana.

Recorremos las calles comerciales casi intactas de Thamel, donde llegaron los primeros hippies en los años 50, al abrirse puertas cerradas por siglos. Hoy Thamel es barrio de mochileros high-tec, de hotelería sin pretensiones, de comercio de recuerdos y sospechosas antigüedades. Caminamos entre vendedores de budas y mil imágenes del dios elefante, de cuchillos gurkas y suéters de pashmina pura. Recorremos la breve pero intensa Freak Street, donde los hippies de los años 60 compraban legalmente marihuana y hachís -costumbre del valle cuyos orígenes han ocultado los siglos-, hasta que una década más tarde el gobierno hizo una deportación masiva a la India por "sugerencia" de los donaldtrumps de turno.

Caminando la calle Freak, casi sin darnos cuenta, llegamos nuevamente al deshabitado palacio real, vecino del Bhairava destructor de demonios y de Hanuman, el dios con cabeza de mono que se levantaba al frente y que se desplomó con los terremotos.

Aquí hay huellas más frescas y extensas del desastre; más edificios nobles desaparecidos o en muy lenta reconstrucción. Es propiamente la ciudad de Katmandú, cuyo entorno del palacio se conoce como durbar de Katmandú. Menos antigua y menos bella que las milenarias ciudades de Patan y Bhaktapur, se le conoce como sede de los monarcas hasta hace algo más de una década, cuando por votación popular llegó al poder un grupo político maoísta tras dos siglos y medio de monarquía.

Buda nació a 250 kilómetros de aquí, en un pueblo sin historia, y el hinduismo, el budismo y el tantrismo tienen en el valle algunos de los santuarios más sagrados. En cualquier lugar vemos un Buda que medita, una diosa -odiosa- que nos mira y muchos Budas, Budas y Budas. Un conductor de rickshaw me dijo un día: "Aquí viven más dioses que hombres. Pero hay más turistas que dioses". Él sabía que no es cierto: viven aquí 330 millones de dioses o subdioses. Pero volvió a la carga:

-Usted debe saber que las tres religiones más importantes de Nepal son ahora el hinduismo, el budismo y... el turismo.

Todas conviven en paz. Al turismo, sin embargo, le faltó ayuda divina en los últimos terremotos, aunque hoy todos sus grandes y lujosos hoteles -salvo el Everest- funcionan igual o mejor que antes, según nuestro acompañante, Mohan Shrestha.

Imposible ocultar el atraso de hoy; pero no siempre fue igual. Lo que vemos de arquitectura y arte da cuenta de tiempos mejores, antes del siglo XVIII. El gran valle al pie del Himalaya ha sido desde antes de Cristo un lugar de paso, de comercio, de aduanas, entre la India y Nepal, cuando el reino de Nepal llegaba hasta el Tíbet. Esos reyes buenos que no sabían gobernar, y muchos reyes nefastos, no supieron mantener el progreso de ayer. Ni siquiera fue culpa de los imperialistas europeos, porque siempre han estado ausentes en este valle, sino de factores difíciles de identificar en su historia que tiene secretos de siglos.

A su gente no parece importarles mucho la ausencia de comodidades y lujos.

Ya hace 40 años, cuando escribí sobre mi primer contacto con Nepal, alguien repitió lo que ellos sienten sobre individuos como nosotros:

-Algunos países de Occidente saben elevar su nivel de vida, eso es verdad. Pero también es verdad que no saben por qué viven; ni menos saben por qué los ojos redondos de sus hombres tienen un cansancio de siglos.


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