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El indomable VALLE DE INGAHUAZ

domingo, 30 de abril de 2017

Dominique Kraljevic Lalanne, desde la Región de Coquimbo
Reportaje
El Mercurio




"Casa del Inca" es la traducción de la palabra quechua Ingahuaz, que es el nombre de un río de aguas claras que nace aproximadamente a 5.000 metros de altura. Es en el mismo sector donde brota el Cochiguaz, que -junto al río Alcoguaz- riega el valle del Elqui. La idea es llegar a caballo hasta el origen del Ingahuaz, mucho menos conocido en la zona. A menos que uno sea un arriero. O ande con uno de ellos.

 Pero el paso previo no resulta fácil: llegar hasta la estancia Ingahuaz, que abarca unas 65 mil hectáreas donde nace y termina el río (cuando confluye con el Turbio). Esta propiedad está a unos 130 kilómetros de La Serena, internándose por el Elqui, hacia el paso fronterizo de Aguas Negras. Una ruta sin transporte público, donde con suerte pasan algunos vehículos como el bus que transporta a trabajadores de la minera El Indio. Lo que explica la gracia del lugar: en una zona súper popular entre los turistas, este sigue siendo un sitio prácticamente desconocido.

Aunque algo de eso está cambiando.

Es la 1:30 de la madrugaday Patricio Rojas (54 años) pasa a buscarme al terminal de buses en La Serena junto a su hija María Emilia (19). Desde aquí, será una hora y media de viaje para llegar a la estancia. En el camino, entre muchas otras cosas, Patricio dice que su familia ha sido parte de la historia de este sitio hace once generaciones. María Emilia agrega: "Es un lugar hostil". Al menos la naturaleza le da algo de razón. El paisaje al otro lado de la ventana del vehículo va cambiando: pasado Paihuano, los pueblos desaparecen y también la luz. Bajo el brillo de la luna llena, lo único que se ven son montañas que parecen encajonarse cada vez más sobre el camino. En los faldeos, ni árboles ni arbustos.

 

Para encontrar el destino, hay que pasar Huanta (el último pueblo antes de llegar a la aduana, y además el último sitio con señal telefónica de la única compañía que tiene cobertura en la zona), y cruzar el puente Las Terneras hasta que, en el kilómetro 130, aparece un portón oxidado donde se lee: "R y L". Son las iniciales de la familia Rojas Lobos.

Aquí pasaremos lo que queda de la noche, para empezar a la mañana siguiente el ascenso a caballo hasta la laguna donde nace el río Ingahuaz. Por ahora, en la cima de una colina nos espera Gabriel Rojas, el hijo mayor de Patricio. En el sector se ven dos casas: solo una -donde duerme la familia de Patricio- tiene luz gracias a un panel solar. No importa demasiado. La noche pasa rápido y al día siguiente el escenario es una postal: una panorámica del río y la carretera con los cerros de fondo.

"Si tenemos suerte, hoy podrían llegar los caballos que pedimos", dice Patricio Rojas: "Así es acá...  Te pueden decir que van a llegar, pero no sabes cuándo".

Así nomás sucede. Mientras esperamos, los Rojas nos muestran la vertiente de donde extraen el agua que actualmente están embotellando. Junto a Gabriel Rojas, su hermano, Patricio inició este otro proyecto en 2014 como una manera diferente de empezar a dar a conocer el valle, a lo que luego iría sumando actividades como trekking, cabalgatas y escalada. Eso, además de promover la cultura diaguita, cuya huella puede encontrarse en los alrededores.

Antes, Eduardo, el padre de Patricio Rojas, había cultivado uvas de la variedad moscatel para hacer pisco, pero esa idea ya no es competitiva frente a la operación del resto de las plantaciones del Elqui. Patricio -con sus hermanos- a su vez intentó con la plantación de nogales. Sin éxito otra vez. La mala calidad de la tierra, por los suelos rocosos, hacía que la agricultura fuese mínima en Ingahuaz. Y a eso había que sumar la sequía que durante 10 años afectó al sector.

El año pasado fue distinto. Nevó más de lo usual y eso hizo que el caudal del río aumentara. Según la Dirección General de Aguas (DGA), su caudal mínimo ha llegado a 380 litros por segundo, pero en febrero de este año se registraron 1.690 litros por segundo.

Como para confirmar las estadísticas, el agua suena fuerte aquí. Comienza a hacer calor y, a pesar de que Gabriel y María Emilia advierten que el agua es helada, hay que probarla. Estamos a 1.200 metros de altura: el agua viene directo desde la cordillera y debe tener unos 10 grados. Apenas uno sumerge los pies, siente cómo se congelan.

Los Rojas dicen que este lugar resultó atractivo para los incas, que exploraron muy bien la zona. Un kilómetro y medio más allá del puente, hacia la aduana, está el Tambo Las Terneras, una construcción que los incas utilizaban como sitio de descanso de camino hacia el centro de adoración en la cumbre del cerro Las Tórtolas, cerca de la minera El Indio. En 2012 los arqueólogos Gonzalo Ampuero, Ángel Durán y el arquitecto Doménico Albasini lideraron un proyecto, financiado por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, para rescatar el lugar que estuvo abandonado por 40 años desde su descubrimiento en 1972.

Vamos a verlo, pero cuando estamos en el kilómetro 132 no encontramos ni rastro del tambo. Construido en piedra, se "camufla" entre las rocosas montañas, así que es imprescindible viajar con alguien que conozca la ubicación exacta, porque desde la carretera no se ve. Desde el camino subimos unos metros y de pronto las piedras se ordenan casi perfectamente en dos edificaciones. En una de ellas es posible ver las divisiones de tres cuartos, mientras la otra corresponde a una gran habitación.

"Los arrieros han encontrado cosas arriba, pero todavía no sabemos", dice Gabriel sobre la posibilidad de que haya más restos incaicos hacia el interior del valle. "Debe haber algo más arriba como el tambo, pero deberían ser asientos más estacionales. Las condiciones climáticas no son muy aptas como para quedarse ahí permanentemente", dice Ángel Durán, el arqueólogo.

Son las 8:00 de la mañana y los caballos están listos para comenzar. Lo mismo que Patricio, Gabriel y María Emilia. Wilson Iglesias, el cuidador del fundo, y Alberto Flores, guiarán el camino.

Flores conoce el valle como pocos. Nació en Paihuano y desde pequeño que iba con su padre a Ingahuaz. Sigue yendo con él todos los años, desde noviembre a mayo. Su padre también es arriero y juntos mueven sus 300 cabras que producen la leche con la que elaboran quesos.

Los que han hecho la ruta antes adelantan que no es sencilla. Llegaremos hasta los 3.800 metros de altura y como perdimos un día esperando los caballos, tendremos que recuperar el tiempo: eso significa pasar de ocho a diez horas sobre el caballo para poder llegar a la laguna.

Cuando el sol todavía está escondido detrás de las montañas, y tras una hora de cabalgata, comienza el lado difícil. Los caballos deben pasar por un área de rocas resbalosas donde pueden caer. Hay que ir agachados y muy atentos a que las ramas de los arbustos no se enreden en los estribos. Hacia las 10:30 el calor comienza y es casi imposible esquivar a los tábanos, sobre todo a orillas del río, donde sí hay vegetación. Alrededor, las montañas cambian de un color terroso a un rojo casi caoba. Es el momento de empezar el ascenso más empinado del viaje.

"Esta es la parte que más me gusta", dice Gabriel Rojas. Habla de un camino inquietantemente angosto, por donde solo cabe un caballo a la vez. Es arenoso y cada vez que un caballo pisa, caen piedritas por la ladera. Pero la vista compensa todo: es única.  Ya estamos a unos 1.500 metrosde altura y en este punto el río se ve de un color turquesa que contrasta con las montañas rojizas.

Los cerros parecen cada vez más encajonados a medida que el valle da una vuelta de casi 90 grados. Repentinamente, deja de hacer calor. De hecho, el viento sopla fuerte y refresca.

"Miren cómo cambió el clima; ya no hay tábanos. Estamos en la cordillera", dice Wilson, como si esto fuera otro mundo.

Seguimos hasta que a eso de las cuatro de la tarde llegamos a una veranada, una casa de piedra construida por los mismos arrieros, y que resulta una estructura muy similar a la de un tambo inca. Aquí encontramos a Arturo Araya, que hace 10 años visita Ingahuaz arriando sus aproximadamente 200 cabras. De camisa azul rayada y con las manos partidas por el sol, el arriero prepara una ensalada de cebolla morada. Dicen en el grupo que hace bien para la puna.

Gabriel Rojas recuerda que en 2015 él se encontró con el mismo Arturo Araya en estas alturas, y que el arriero lo recibió entonces con la misma hospitalidad que muestra ahora. Fue en ese momento -dice- que se le ocurrió que otras personas debían vivir esta experiencia, y pensó en organizar excursiones, con las que comenzaría poco después.

Cuando dejamos a Arturo, llevamos ya casi cuatro horas de cabalgata. Para entonces, el cansancio es notorio. Y luego comienzan los mareos que, con el balanceo del caballo, se hacen insoportables.

"Usted se apunó", me dice Wilson.

El apunamiento, explica, puede producirse a partir de los 2.400 metros de altura, y para enfrentarlo hay que tomar más agua de lo habitual.  Y desde luego, evitar subir muy rápido. Justo lo que estaba haciendo. El resto de los viajeros va bien, pero de todas maneras tenemos que reevaluar la meta. Alberto Flores propone entonces llegar hasta la siguiente veranada. Aunque para eso igual tenemos que cabalgar cerca de 40 minutos.

Ahí llegamos cerca de las 7 de la tarde. Nos espera Sergio Pineda, el padre de Alberto Flores. El apunamiento y los 5 grados de temperatura me daban la bienvenida al indomable valle de Ingahuaz. Sergio prepara el fuego para hacer una infusión con una rama de tola, un arbusto que crece aquí y otras zonas áridas del país. Según los arrieros, ayuda a aliviar el malestar por la altura. Luego dice:  "Tómese este ulpo de tierra". El brebaje es agua hervida con tierra filtrada. "De la tierra venimos y en la tierra nos vamos a morir", dice. El resto se ríe.

Al día siguiente, regresamos con una mula de cargamenos, porque Alberto Flores se queda en la cordillera con su padre.

Como salimos a las 11:00 de la mañana y debemos llegar antes de que anochezca, el paso es más veloz.  Ayuda que todo es en bajada. En el camino, vemos cómo el río desciende abruptamente y parece una muestra gráfica de las alturas que recorremos.

"¡A tu derecha!". "¡Mira a tu derecha!". Los que gritan son Gabriel y Patricio que vienen un poco más atrás. Wilson en tanto hace unos gestos que no logramos entender. "Arriba a tu derecha", dice. De pronto vemos dos cóndores volando sobre aproximadamente mil metros de altura, entremedio de dos montañas color caoba. A esas alturas, el apunamiento parece algo tan lejano.

Alrededor de las tres de la tarde llegamos a una veranada desocupada por la que habíamos pasado el día anterior, pero esta vez aprovechamos de detenernos a almorzar y protegernos del sol. Una buena pausa antes del tramo siguiente, que incluye la parte más problemática de la ruta: lo que había sido un empinado y bonito ascenso se convertiría ahora en un desafío para los caballos y los jinetes (que tendríamos que apretar fuerte con las rodillas e inclinarnos para mantenernos sobre la montura).

Cuando el sol comienza a esconderse nuevamente tras las montañas y comienza a hacer frío, sabemos que queda un buen rato todavía para llegar. Nadie habla. Estamos exhaustos. Los caballos ya no responden a ningún estímulo para ir más rápido.

"Wilson, ¿vamos a ir por arriba?", pregunta Patricio. Esa ruta permite llegar directamente a la casa y no al corral, que está a los pies de la colina. Al rato, los caballos comienzan a moverse más rápido. Ya entendieron que estamos cerca.

Luego de 36 horas, de regreso en la estancia, tenemos más que claro que el valle de Ingahuaz es tan hermoso como difícil de alcanzar. Quizá por eso sigue siendo un territorio principalmente de arrieros. Aunque eso está empezando a cambiar.

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