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A 25 años de la firma de la paz, El Salvador vive otra clase de guerra

domingo, 23 de abril de 2017

Juan Pablo Toro V.
Internacional
El Mercurio

SAN SALVADOR Esta semana, el Presidente Donald Trump prometió poner freno a la Mara Salvatrucha, la despiadada pandilla que pese a todos los planes de seguridad extiende su presencia en Centroamérica y en Estados Unidos.



La tranquilidad y silencio que rodea la cripta de monseñor Arnulfo Romero en el subsuelo de la Catedral contrasta con el ruido de las caóticas calles del centro de San Salvador. Su asesinato, que conmovió al mundo en 1980, es un doloroso hito en la historia de este pequeño país de Centroamérica, que parece estar marcada por la violencia.

Si bien hoy parece inusualmente calmado, hace unos días el diario La Prensa Gráfica destapaba que a un par de cuadras de aquí, en un concurrido mercado, las peligrosas pandillas locales -conocidas como maras-, estaban vendiendo armas de guerra como fusiles M-16 y AK-47. El mismo periodista que hizo la denuncia cuenta que ahora está evitando volver por un tiempo, porque terminaron todos cabreados. Desde los mareros a los comerciantes, pasando por la policía, que se supone justo está aplicando una estrategia de choque frontal.

Y es que cuando se cumplen 25 años de la firma de los acuerdos de paz entre gobierno y la guerrilla de Frente Farabundo Martí para Liberación Nacional (FMLN, hoy en el poder), El Salvador viene de vivir el bienio más mortífero de este siglo: casi 12.000 asesinatos entre 2015 y 2016, cifra que lo ubica como uno de los países más violentos del mundo.

Para tener una idea más precisa, 5.728 personas fueron asesinadas el año pasado, lo que da un promedio de 81,2 muertes violentas por cada 100.000 habitantes (la tasa de Chile es menos de 3).

Es un dato que se supone positivo, porque implica una reducción de 20% respecto a 2015, cuando fueron confirmados 6.665 homicidios y la tasa fue de 104 muertes violentas por cada 100.000 habitantes, peor que en muchas zonas de conflicto en Medio Oriente. Cabe recordar que en la guerra civil murieron 75.000 personas en 13 años (1980-1992).

El grueso de esta violencia es atribuido por las autoridades a las pandillas, en particular a la Mara Salvatrucha (MS-13) y Barrio 18 (actualmente escindida entre Sureños y Revolucionarios). Estas organizaciones criminales, cuyos orígenes se pierden 25 años atrás en las calles de California, cuentan con decenas de miles de miembros repartidos por todo el país, pero también en Guatemala, Honduras e incluso Estados Unidos.

Más allá de su capacidad para causar daño, lo que hace de las maras un fenómeno delincuencial bastante único es el control territorial y social que imponen mediante el miedo y la extorsión a transportistas y pequeños comerciantes.

En muchos barrios periféricos de esta ciudad y de otras del Triángulo Norte de Centroamérica, los mareros deciden quién entra o sale, qué ropa o tatuajes pueden usarse y cuánto deben pagar quienes desarrollan alguna actividad comercial.

Organizadas en células semiindependientes, cada "clica" de barrio cuenta con varios jefes o "palabreros", quienes responden a un liderazgo nacional o "ranfla". Aunque ingresar a la mara no es fácil, ya que implica dar pruebas de lealtad y resistencia al castigo físico, una forma de empezar es volverse "poste" o "antena", es decir, convertirse en un informante de bajo nivel para ganar confianza.

Si bien su nivel de organización no alcanza la sofisticación de los carteles mexicanos, ya sea pactando treguas o aplicando políticas de mano dura, lo cierto es que hasta ahora ningún gobierno ha logrado acabar con este problema. Ni el más fuerte ni el más débil.

En El Salvador, el actual Presidente, Salvador Sánchez Cerén, lanzó una guerra frontal que no alcanza a reparar la fragilidad del Estado de Derecho en un país que, en todo caso, ha conseguido logros importantes como democratizarse -la ex guerrilla lleva dos mandatos en el poder por elección popular- y conectar su economía con los mercados globales, como prueban sus centros comerciales llenos de franquicias tipo Starbucks, Pull&Bear o Wendy's.

Tan solo el martes, el Presidente Donald Trump lanzó un tuit contra "la malévola pandilla de la MS-13" y aseguró que la están "removiendo rápidamente" de Estados Unidos.

Funcionarios federales estiman que la Mara Salvatrucha cuenta con 30.000 miembros que operan en su mayoría en Centro y Norteamérica. Solo en suelo estadounidense habrían 10.000 miembros.

Desafío mayor

Intentar resolver un desafío criminal de esta magnitud no es fácil. Porque a diferencia de las guerrillas izquierdistas -como el mismo FMLN en el pasado-, que querían tomar el gobierno, hoy estas bandas conviven con el Estado y hasta necesitan de él. Algo que se ve en barrios controlados por las maras en la periferia de la capital, donde son ellas las que "manejan" la seguridad y los accesos con una estructura casi paramilitar, mientras cuentan con que sigan funcionando el alumbrado, el alcantarillado, la recolección de basura, las postas y las escuelas.

En estas guerras o conflictos criminales, como los bautizó el cientista político Ben Lessing, incluso puede darse el "cabildeo violento", donde los delincuentes influyen en las elecciones por el solo hecho de dejar hacer campaña o llamar a votar por un solo candidato. Esto ayuda a entender por qué un diputado del derechista partido Arena invitó a todas las fuerzas políticas a firmar un pacto para no utilizar a las pandillas con fines electorales en los comicios de 2018 y 2019.

Pese al éxito que se arroga el gobierno de Sánchez Cerén en la reducción de los homicidios, existen dudas de que el fenómeno de las maras pueda contenerse de forma sostenible. Más allá de las medidas como el aislamiento de sus líderes en las cárceles, el bloqueo de sus comunicaciones, que la Corte Suprema las haya calificado como organizaciones terroristas o la creación de unidades militares especializadas para combatir estas bandas, hay condiciones estructurales del país que no harían permanentes los avances de seguridad.

Al menos así piensa Steven Dudley, codirector de InSight Crime, una fundación dedicada al estudio del crimen organizado en Latinoamérica y el Caribe, en Washington. "La verdad, no sabemos por qué bajó la violencia. Podría ser tanto por la acción oficial como por la decisión de las pandillas de bajar la violencia como parte de una negociación o ambas".

"El Frente (FMLN) ve que el problema de fondo de la negociación anterior fue cómo legitimaron a las pandillas, entonces está trabajando para que no pase de nuevo", advierte Dudley, quien se refiere a una oscura tregua con el Estado entre 2012 y 2013, que tuvo el aval de la OEA.

La dura realidad es que un cuarto de siglo después del conflicto armado, El Salvador vive otra clase de guerra, con insoportables niveles de violencia que le impiden prosperar como se preveía tras la firma de los acuerdos de paz de 1992. La pobreza afecta a alrededor del 50% de los 6,5 millones de salvadoreños, el PIB per cápita es de apenas US$ 4.200 anuales y las remesas que mandan los 2,5 millones de compatriotas que viven en EE.UU. representan el 17% del PIB.

Mirando este panorama desde las alturas del valle en que se ubica San Salvador es imposible no pensar en las líneas que escribió Roque Dalton, el poeta más famoso del país -también asesinado-: "Pobrecitos los muertos -se diría al mirarte- / ¡Qué cosa más jodida es descansar en paz!".

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