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La Predicción del Teólogo Jesuita

martes, 14 de marzo de 2017

Economía y Negocios


Arturo Cifuentes
Profesor Adjunto, División de Finanzas y Economía, Columbia University
Investigador Asociado, CLAPES UC

Partamos con un poco de historia. En 1909 John Moody empezó a hacer clasificaciones de riesgo crediticio (ratings) de bonos emitidos por distintos ferrocarriles. Después expandió sus servicios y comenzó a cubrir bonos colocados por otras industrias. Lo siguió Fitch en 1924 y en 1941 nació Standard & Poor"s (S&P) de la fusión de dos firmas más pequeñas. Y hasta hoy el mercado de los ratings sigue dominado por Moody"s y S&P, aunque a partir del año 2010 Fitch ha ido ganando terreno. Lo sustancial es que las clasificadoras de riesgo nacieron con el objetivo de vender información relevante a los inversionistas. Es decir, su misión era servir al inversionista.

Inicialmente las clasificadoras diseminaban los ratings públicamente sin ningún costo y se financiaban cobrando por sus informes. Sin embargo, eventualmente, se dieron cuenta que era más lucrativo cobrar por el rating al emisor (si bien indirectamente los inversionistas eran los que terminaban pagando).

A partir del año 1975 un cambio gradual pero importante empezó a gestarse: la Securities and Exchange Commission (SEC) empezó a hacer referencia a los ratings en sus normas regulatorias. Este ejemplo lo siguió el Fed y otras entidades gubernamentales, y a mediados de los 90s los ratings pasaron a ser un referente esencial del marco regulatorio no solo norteamericano sino global. En síntesis, los ratings, que habían nacido con el propósito de ayudar a los inversionistas en sus decisiones, pasaron a ser el parámetro regulatorio más relevante de los mercados de renta fija. Y las agencias clasificadoras de riesgo se transformaron en reguladores de facto.

Este cambio—conceptualmente violento—vino acompañado por una gran demanda por ratings lo que incrementó sustancialmente los ingresos de las agencias clasificadoras de riesgo. Los ejecutivos de estas recibieron con gran entusiasmo el rol protagónico que los ratings estaban tomando desde un punto de vista regulatorio. La razón era clara: se aseguraba una demanda continua y creciente por el producto más importante de estas firmas.

Tom McGuire, sin embargo, no compartía este entusiasmo. Este alto ejecutivo de Moody"s, que antes de incorporarse al sector financiero había estudiado para jesuita y tenía extensos conocimientos de teología, expresó una opinión disidente. McGuire pensaba que la creciente importancia de los ratings como referente regulatorio iba a convertir a las agencias clasificadoras en unas emisoras de permisos "oficiales" para colocar bonos, e iban a terminar traicionando su misión original de servir al inversionista. Más aun, creía que esto iba a generar al interior de las agencias una serie de conflictos de interés difíciles de resolver que terminarían por destruir la utilidad y credibilidad de los ratings.

Obviamente, esta opinión—que McGuire expresó públicamente en múltiples ocasiones y para ser franco, con poca diplomacia—no le ganó muchas simpatías. Esto culminó en 1995, cuando hizo una presentación en una conferencia en que pidió formalmente a la SEC que pusiera término a la práctica de incorporar los ratings a las normas regulatorias. Pocos meses después, a comienzos de 1996, Moody"s anunció una reorganización, y McGuire, que en ese momento tenía 58 años, renunció y se matriculó en Columbia para hacer un doctorado en historia.

El resto del cuento es conocido. La crisis subprime (2007) vio caer como castillos de naipes una serie de instrumentos financieros que habían recibido un rating AAA (el más seguro). También dejó en evidencia que los conflictos de interés al interior de las agencias clasificadoras habían sido uno de los factores más importantes detrás de la crisis. En resumen, quedó claro que las agencias clasificadoras de riesgo—que habían partido como servidoras de los inversionistas—habían dejado de serlo hacia mucho tiempo. Y que su función de "vendedores de permisos" para emitir bonos las había llevado a relajar los estándares para aumentar sus ingresos. Es decir, el tiempo le dio la razón al jesuita conflictivo: sucedió exactamente lo que McGuire había anticipado. Solo hubo que esperar doce años.

Una última reflexión. El escándalo Enron, y la participación que le cupo en este a Arthur Andersen, hizo desaparecer a esta firma, la que se vio obligada a entregar su licencia para practicar auditorias contables a la SEC en 2002. Las irregularidades que las clasificadoras de riesgo cometieron están ampliamente documentadas en las investigaciones que hizo, por ejemplo, el congreso norteamericano. Y si bien es cierto que ambas firmas (Moody"s y S&P) debieron pagar altas multas, no deja de sorprender que a pesar de la responsabilidad que les cupo en la gestación de la crisis subprime todavía existan. Más aún, aunque los inversionistas ya no prestan mayor atención a los ratings, el hecho que estos sigan enquistados en el marco regulatorio de casi todos los países (Chile incluido), les garantiza a las clasificadoras un negocio rentable y estable.

Las acciones de Moody"s, que bajaron a alrededor de US$ 20 después de la crisis (Diciembre 2008), hoy se transan en US$ 112, es decir, han tenido un retorno anual promedio cercano al 22% estos últimos ocho años. En este mismo periodo, Berkshire Hathaway (el exitoso vehículo de inversiones de Warren Buffett) solo ha logrado un modesto 11% anual.

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