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Crítica de arte | Pablo Picasso. Capítulo I:

Picasso en el Marais

domingo, 22 de enero de 2017

Waldemar Sommer
Críticas
El Mercurio




Probablemente, el recobro más notable de las últimas décadas sea el del barrio Marais de París. Como sabemos, ese nombre proviene de su antigua condición de pantano. Saneado, se urbanizó con vastos jardines y pequeños palacios u "hoteles" durante el siglo XVII, reinando. Luego del éxodo de la corte a Versalles, comenzó su progresiva decadencia. Así, hasta muy pocas décadas, la unitaria y bellísima arquitectura de muchos hoteles del Marais se hallaba sumergida bajo la mugre secular y funciones harto ajenas a su destino primitivo. Tienduchas, talleres, habitaciones parceladas de un mundo menesteroso y miserable le comunicaban una fisonomía un tanto siniestra. En cambio hoy día ir a la capital de Francia significa un paseo obligado a través de este quartier. Y, ¡por supuesto!, a pie.

Place des Vosges

Iniciando el recorrido desde Notre Dame, puede atravesarse la Isla de San Luis y luego el Puente Marie. Pronto, a la derecha, asoma una de las construcciones más antiguas de la capital francesa, el hermoso Hotel de Sens. Concluido justo al comenzar el siglo XVI, ofrece una amplia fachada de un gótico bastante sobrio. Resulta uno de los testimonios mejor conservado de la Lutecia medieval. Unas cinco cuadras más allá, en dirección noreste, emerge una de las encrucijadas más atractivas de Europa: la Place des Vosges. Allí nos recibe la época, entre renacentista y barroca de Richelieu y Luis XIII. Dentro de este portentoso conjunto urbano, alrededor de un cuadrado de verdura -césped, árboles, flores-, la circulación vehicular amaina considerablemente. Lo conforma una sucesión de edificios que combinan ladrillo y piedra ocre, superponiendo una planta baja con galería de arcadas, con mansarda de chimenea y claraboyas sobre los dos pisos principales. En ambos extremos de la plaza se enfrentan el pabellón del rey y el de la reina. El museo Víctor Hugo -Hotel de Rohan-Guemené- ocupa, mientras, otro local del conjunto. No obstante, su mejor palacete resulta el muy elegante Hotel de Sully. Pese a dirigir su frontis a la calle St. Antoine, hacia el lado de la Place des Vosges esconde la linda fachada posterior, cuyo patio comunica discretamente con el sector de las arcadas.

Tomamos por la rue des Francs Bourgeois. Más adelante, el espléndido Hotel de Sevigné cobija el Museo Camavalet. Al continuar avanzando, un público numeroso parece ir uniéndose en una ruta común rumbo al norte, hacia la no distante y encerrada rue Thorighy. Un poco indecisos, lo seguimos. Aunque sabíamos de su existencia, no deja de sorprender la llegada al recién refaccionado Museo Picasso. Instalado en el Hotel de Salé, su porción arquitectónica más valiosa resulta una principesca escalera de honor. El resto del edificio cumple bien sus funciones expositoras.

El museo refaccionado

El frondoso grupo de esculturas, pinturas, dibujos, grabados y cerámicas del español célebre se halla acertadamente montado. Aunque la mayor parte de sus diferentes épocas están representadas, se trata de las obras con que la familia Picasso pagó al Estado francés los impuestos de herencia. Se comprueba que los descendientes del autor hispano supieron valorar con muy buen ojo -o con buena asesoría- los caudales estéticos heredados. No faltan, por lo tanto, aquellos momentos débiles -sobre todo de 1970 en adelante- que se dan en la producción de todo artista, por genial que este sea. Pero también hay realizaciones estupendas.

Así, de 1901 cuelga una cumbre: "Retrato de Monsieur Gustave Coquiot", maravilla de expresionismo y de despiadada penetración psicofisiológica. Dos décadas y media posterior, el collage "Guitarre", con 17 sorprendentes clavos erguidos, se aleja bastante del mundo reconocible. Mucha gracia y picardía plástica hay en "Baigneuses", serie de pequeñas pinturas y esculturas, de 1928-1931. La pieza tridimensional que reúne madera y objeto, "La porteuse de jarre" (1935), está cubierta de verde y cerúleo: evoca Egipto. Bien conocida es la vigorosa pintura "Retrato de Dora Maar" (1937), con su característico doble perfil.

Dignas de destacar son las cabezas en bronce (1906-1907), con la interesante influencia del arte ibérico del siglo I a.C., de las máscaras de Gabón, de la escultura polinésica y de Nueva Caledonia, que Picasso hace tan suya. Cuarenta años posteriores, las imaginativas cerámicas pintadas recogen ecos cretenses. Asimismo, llama la atención la modernidad de los estudios de 1907 para las "Demoiselles d'Avignon", los collages cubistas con papel o madera (1912-15), la simplicidad serena de la gráfica sobre las "Metamorfosis de Ovidio". Si "Guitarre et bouteille de bass" (1913) pareciera anunciar las actuales construcciones de Koumellis, una silla azul sobre papel de diario, prefigura el pop art. Lo mismo vale para unos marcos y telas pequeños, puestos al revés y con relieves de curiosa textura dentro. Del surrealismo nos habla "La femme au feuillage" (1934). Por su parte, los colores de "La crucifixión" (1930) poseen frescor neoexpresionista, mientras "Corrida" (1922) tiene tonos pastel y delicadeza de miniatura.

La libertad y audacia nunca fallidas con que Picasso usa el color tienen su paralelo en el modo seguro, eficaz de asimilar los más distintos materiales para construir sus potentes esculturas. Al respecto, indiquemos tres ejemplos de 1950-51: "La cabra" y su vital primitivismo; "La liseuse" y sus constituyentes elementales; la suma inquietante de expresionismo y surrealismo, en la negra "Mujer con coche y bebé". Completan el Museo Picasso cuadros de otros pintores, que conformaban su colección particular.

Sin duda, París tiene mucho que decirnos desde este barrio resucitado.

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