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El Amazonas no es tan salvaje

domingo, 21 de agosto de 2016

Texto y fotos: Montserrat Sánchez B., desde Perú
Reportaje
El Mercurio

Dormir en un barco de lujo que flota en las aguas del Amazonas es una manera cada vez más extendida para conocer esta mítica región. Zafiro, un sofisticado navío que se estrenó en octubre, recorre la parte peruana de este río, además de sus dos afluentes principales: el Marañón y el Ucayali. Así se viven tres noches a bordo.



Los mosquitos luchan por atravesar el vidrio. Un vidrio que hace la diferencia en este viaje. Afuera, el Amazonas; adentro, nosotros. Atraídos por las luces, una nube de zancudos, polillas del tamaño de la palma de la mano y chirriantes grillos chocan contra la ventana para entrar a este espacio de modernidad. Detrás de ellos, murciélagos sobrevuelan el río y algunos delfines completan la escena asomando sus brillantes cuerpos fuera del agua. Atrás, Nauta, la ciudad de la que hemos zarpado, muestra sus primeras luces.

Los mosquitos luchan por atravesar el vidrio y nosotros miramos hacia afuera, imaginando qué más habrá en la oscuridad de la selva.

Descubrir el Amazonas peruano -uno de los ecosistemas más extensos y biodiversos del planeta- a bordo de un crucero de río se ha vuelto bastante popular desde que hace ocho años Aqua Expeditions se atreviera a navegar sus aguas codo a codo con ferries, recreos y peque peques (las clásicas embarcaciones de madera que emiten un ruido ensordecedor con sus motores que asemejan podadoras de pasto).

El barco en el que vamos ahora, Zafiro, tiene una capacidad para 40 personas -y una tripulación de 20-, y recorre el Amazonas y sus afluentes desde octubre del año pasado. Y como todos estos barcos, que más parecen hoteles cinco estrellas flotantes, mezcla la aventura con el lujo. Para eso, cumple con ciertas características: no tiene televisión ni wifi, pero sí sofisticadas suites con vista panorámica al río y aire acondicionado, spa, jacuzzi, gimnasio y almuerzos y cenas gourmet a diario. Además de, claro, organizar caminatas, expediciones nocturnas, pesca y visitas a comunidades.

Veintiocho pasajeros partimos de Nauta esta tarde, a orillas del río Marañón, en el departamento de Loreto, el más extenso de Perú. Navegaremos durante tres noches hasta Iquitos, la ciudad enclavada en medio de la selva a la que solo se llega por aire o agua, y que en el siglo XIX, durante la época del auge en la explotación del caucho, fue la más rica de Perú.

Los mosquitos luchan por atravesar el vidrio, mientras nosotros disfrutamos de pisco sours, cócteles y plátanos fritos en el lounge de Zafiro con un cuarteto de músicos que ameniza la velada. A las siete y media, y de acuerdo a lo estipulado en las pizarras donde se publican las actividades del día, debemos pasar al restaurante, donde degustaremos un juane (en base a pollo y arroz envuelto en hojas de bijao), pollo al horno con queso de búfala, arroz con farinha y una cremosa tarta de mango y piña con helado de vainilla. Delicias que nos sorprenden, y a las que nos acostumbraríamos rápidamente.

Despertamos y nos vestimos sin luz: el día en la jungla comienza temprano. A las seis de la mañana subimos a la tercera cubierta justo para ver ese amanecer azulado del que muchos hablan. El aire es fresco: más tarde habrá 30 grados de calor. Al frente hay mucha vegetación y miles de aves que despiertan con nosotros.

-Esta isla la encontró el capitán hace poco -dice Hulber Paredes, uno de los guías naturalistas a bordo- y, desde entonces, pasamos la noche en su orilla para ver las aves temprano por la mañana. Le pusimos Isla de los Pericos.

Sobre los juncos más altos, que están a pocos metros del barco, diferentes siluetas se mueven y resuenan estridentes. La mayoría son pericos -más de cien mil, dice Hulber-, aunque también hay varios negros con amarillo que se llaman paucares y que son típicos de la selva.

Después de media hora de este espectáculo nos toca una exhibición de otro tipo: un grupo de delfines rosados, endémicos de esta zona, anda alimentándose cerca del barco y asoma sus lustrosos y deformes cuerpos sobre el agua. Estos delfines, uno de los hitos de cualquier viaje por el Amazonas, no son tan difíciles de ver si se tiene la ventaja de desayunar en un salón con ventanales panorámicos.

A las ocho y media nos reunimos nuevamente en la cubierta superior.

-Esta es la unión de los dos afluentes más grandes del Amazonas: el Marañón, por el que venimos, y el Ucayali, al que vamos ahora -dice Hulber, el guía.

A la derecha vemos el río Ucayali y al frente, una gran masa de agua color café: el punto exacto donde el cauce toma el nombre de Amazonas (aunque un estudio de 2014 dice que, técnicamente, su nacimiento -cuestión que ha generado debate por siglos- sería en el río Mantaro, suroeste de Perú). En el vértice que forma el río Marañón con el Ucayali está la Reserva Nacional Pacaya Samiria, la segunda área protegida de Perú en extensión, con dos millones de hectáreas. Un paraíso de la biodiversidad, con más de 85 lagos, 132 especies de mamíferos y 350 especies de aves.

Es hora de la primera excursión. Subimos a los skiffs, lanchas rápidas de río, y en pocos minutos llegamos a Vista Alegre, uno de los pueblos a orillas del río Ucayali. Al bajar a tierra, encontramos escaleras de barro hechas por la comunidad. El calor y la humedad se empiezan a sentir. El pueblo se compone de una calle de tierra con casas coloridas en altura -por las crecidas del río-, con ropa colgada y medio abiertas, rodeadas de palmeras, de las que se asoma gente ya acostumbrada a recibir visitantes. Unos anuncian que tienen un papagayo. Otros un nido de loros. Otros un conejo. Un niño aparece con un pequeño mono ardilla que, dice, se llama Jack. El niño, Matías, agarra al mono por la cola y cuenta que se lo compraron hace poco. La escena del animal posado en su hombro merece una foto y se disparan los clics.

Lo primero que hacemos es visitar el mariposario Los Capullitos, un pequeño lugar enrejado con cuatro especies de mariposas, donde la comunidad las reproduce y libera: si nacen 100, dejan ir 50.
La visita continúa en la escuela, que tiene dos salas. Los niños se reúnen en la de los grandes y en dos mesas se agrupa una veintena de chicos de entre 4 y 10 años.

-Así es aquí -dice el profesor, Álex, que viene de Requena y llegó en marzo. Algunos niños usan uniforme, otros polera de fútbol y todos, hawaianas. Una niña está de cumpleaños y luce un impecable vestido blanco con pompones en los hombros. Nos dan la bienvenida y el guía le pregunta a cada uno qué les gustaría ser cuando grandes: muchos profesores, algunos policías y unos cuantos obreros.

Cuando nos vamos, salen al recreo. Se van a la casa, dicen, mientras corren y atraviesan el arco de fútbol que está en la calle. Total, están a máximo tres cuadras.

Ya de regreso en el barco, almorzamos y, de acuerdo con las pizarras, es hora de la siesta. Matamos el tiempo en las distintas zonas de confort: en el jacuzzi, con una manicure en el spa, leyendo en la biblioteca o mirando fotos de la visita a la villa en las pantallas del lounge. Por la ventana aún vemos a la gente de Vista Alegre bañándose y lavando ropa en el río.

El paseo de la tarde nos lleva al río Yanayacu, una pequeña quebrada que parece espejo. Aquí ya no andan barcos grandes, solo canoas y pequeñas embarcaciones de pueblos pesqueros. Por eso es ideal para hacer algo propio de la selva: buscar aves. En dos horas vemos halcones, golondrinas, paucares, pericos, una pareja de guacamayos y una garza. También mariposas, perezosos acurrucados en copas de árboles y monos: dos capuchinos, un ardilla, un araña y un aullador, que intenta espantarnos con su bramido. Cada vez el simulacro es el mismo: el guía le hace señales al conductor para que se acerque a alguna orilla y con un láser o indicaciones del tipo "miren la rama más oscura de ese árbol, ahora suban tres ramas más y en la que parece un tenedor fíjense, hay un punto oscuro" nos muestra animales en los matorrales selváticos.

De vuelta en el barco la cena es rápida, pues hay una excursión nocturna por el mismo río. Esta vez, el objetivo es otro: ver caimanes. Después de una hora de navegar y de ver unos cuantos pájaros -entre ellos un potoo, una rarísima ave parecida a una lechuza- lo logramos.

Jorge Vásquez, el guía, hace una seña y nos detenemos abruptamente cerca de unos juncos. Allí aparece un pequeño caimán. Mide menos de un metro y tiene unos dos años, dice. El caimán se hunde rápidamente, pero sus ojos siguen sobresaliendo en el agua.

Jorge apaga el motor y con eso una arrítmica diversidad de sonidos nace de entre los matorrales. Es la voz de la naturaleza, una mezcla de zumbidos de bichos, aves y ranas. El resto es escuchar. Jorge apaga la linterna y nos volvemos parte de la negrura de la selva. Un estrelladísimo cielo nos cubre de horizonte a horizonte inalterado por humanos; es uno de los espectáculos imperdibles de la Amazonía. En la oscuridad solo se ven cientos de libélulas que titilan a distancias difíciles de medir.

Cuando prendemos el motor y las linternas, notamos que el caimán sigue allí, junto a una hoja flotante. No se ha movido y nos observa sigilosamente.

Otra despertada antes de que amanezca y los zapatos de trekking están listos: la tripulación los ha limpiado del barro del día anterior. A las seis y media estamos en el skiff y nos encaminamos a un desayuno-picnic en el río. Después de ver varios delfines rosados alimentándose, nos detenemos en una orilla donde hay una niña haciendo señas. De su polera roja cuelga un pequeño perezoso que -dice- encontró a los pies de unos árboles cerca de su casa. El animal, claro, se mueve lento y clava sus garras en nuestra ropa.

Seguimos avanzando y nos detenemos bajo unos árboles. Hulber, el guía, amarra el bote. Tiene 38 años y lleva 16 como guía. Es originario de un pueblo muy remoto de Iquitos, la comunidad Diamante Azul en el río Napo, a casi tres días en ferry, y llegó a Iquitos a los 11 años a estudiar. Su nombre es alemán y, como muchos padres hacen aquí, fue elegido de una película ambientada en la Segunda Guerra Mundial.

-Me siento completamente identificado con los pueblos que visitamos. Mis raíces están en el bosque, esto es lo que me encanta, difundir la conservación con las comunidades indígenas, siempre compartiendo lo que uno sabe. Las comunidades hoy día son más conscientes en eso -dice y luego le da un bocado a su sándwich.

Hulber explica que la tierra en esta zona está repartida entre las comunidades y que para hacer las excursiones siempre hay que pedir permiso. Luego habla de sus hijos, de la educación en el país y de los lodges y cruceros en los que ha trabajado.

La comida se acaba -o ya no podemos comer más- y volvemos al barco.
El capitán del Zafiro, Germán Ramírez, está en su cabina en la tercera cubierta, detrás del timón, luciendo un uniforme impecable. Su mirada está en el río, que se ve tranquilo, pues está a punto de comenzar la época de vaciante. Además hay nulo movimiento: estamos junto a la isla Yacapana, por donde no pasan embarcaciones.

-Navegar el Amazonas es parte de mi vida -dice tomando asiento. Tiene 55 años y trabajó 30 en la Marina. Desde que jubiló ha trabajado en los barcos más lujosos de estas compañías de cruceros-. Es un trabajo difícil, sobre todo ahora que estamos navegando día y noche. El peor problema es cuando baja la profundidad o se reduce el canal en ciertos tramos porque hay playa.

En el Amazonas hay solo dos estaciones: la seca y la lluviosa, que comienza en julio y dura hasta noviembre. En ese momento los ríos inundan hasta 10 metros el suelo del bosque y uno navega cerca de las copas de los árboles.

Abajo, en las pizarras del barco está anunciado: "Fishing, swimming and walking". Pesca, baño y caminata. Salimos a una nueva expedición en los skiffs y, luego de detenernos en un lago, el guía Jorge Vásquez nos entrega a cada uno un palo con una lienza y en la punta un anzuelo. Jorge reparte pequeños trozos de carne cruda: la carnada ideal para las pirañas.

De a uno vamos teniendo éxito. Sobre todo Steve, un estadounidense de Idaho que, dice, hace esto todas las semanas. Y lo demuestra: logra atrapar siete peces. El resto con suerte uno. Cada victoria es coronada con aplausos, fotos y con Jorge que muestra la mandíbula del animal. Pero solo nos llevamos las pirañas que son lo suficientemente grandes como para poder saborearlas.

Lo que toca ahora es caminar. El terreno es similar al que uno encontraría en el sur de Chile: hojarasca húmeda, troncos despejados y un lago. Algo que sorprende a los que esperábamos ver una vegetación tan espesa que solo podríamos atravesar con un machete. Tampoco vemos animales, pero sí huellas: son de jaguar, dice el guía. Los animales en la selva son discretos.

Cuando volvemos al bote nos encontramos con una sorpresa: los guías han preparado un asado amazónico con nuestras capturas del día y con plátanos. Probamos la piraña, que una vez cocinada pierde su apariencia salvaje. Su sabor es para nada exótico (hasta podría compararse con la reineta). Para terminar nos damos un baño en medio del río. El agua es oscura y fresca, y en nuestras mentes permanece el mito de ser devorados por un grupo de pirañas y quedar en los huesos como una caricatura. Por suerte, los únicos animales que vemos son pequeños peces que succionan nuestras extremidades.

Volvemos a almorzar y en la tarde el día lo terminamos en el skiff. Con una copa de champaña brindamos y contemplamos un atardecer púrpura, el último regalo de la selva, a la que -sentimos- apenas pudimos atisbar. El sol comienza a posarse en el horizonte, pero densas nubes lo cubren y amenazan con una tormenta.

El viaje en el Zafiro continúa con aires de melancolía por lo que significa: el fin de la aventura. Esa noche llegaremos a Iquitos y las luces de la capital amazónica se vislumbrarán en unas pocas horas. Ya no habrá mosquitos luchando por atravesar el vidrio. Y nosotros, definitivamente, ya no querremos salir.

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