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Gazuza estudiantil

domingo, 24 de julio de 2016

Por Ruperto de Nola
Comer y viajar
El Mercurio




Antaño los estudiantes pobres disfrutaban de un aura romántica, un "je ne sais quoi" que ponía a las niñas "bien" al borde del precipicio, atraídas por la bohemia. Eran poetas. Y flacos, y habitaban cuartuchos fríos, de muchos chiflones, poco pienso y mucha laucha. Ideal para la tisis. El Licenciado Cabra expoliaba a estos infelices en su "boarding house", en cuyo puchero jamás se vio perdiz, y si a veces flotaba un nabo, lo arrebataba Cabra ante el desmayo de sus pupilos y, zampándoselo, decía, poniendo en blanco los ojos: "¿Nabos hay? Que para mí no hay perdiz que se le iguale". Así cuenta Quevedo. Su lejana descendiente literaria, Violeta Quevedo ("violeta por lo humilde, quevedo por lo que ve"), vivía también a la caza de comida. Llegaba a hacer visita a las 12 y media del día, cuando se colaba hasta el salón, a pesar del filtro de quince puertas de cocinas, reposteros, galerías y comedores, el aroma demoledor, fantástico, irresistible, de un bistec. La dejaban a almorzar, por cierto, mal que les pesara.

Lo que es nosotros, casi perecimos en un viaje a Italia -hecho en interés de la ciencia, que nunca nos recompensó, mal haya- porque, o pagábamos el transporte de una ciudad a otra, o comíamos. Sobrevivimos, mareados de hambre, a punta de cucuruchos de castañas calientes que comprábamos en las esquinas, y de higos rellenos con almendras que conseguíamos por ahí. Pero, nada. Logramos arribar a Lovaina. Ayayay. No teníamos más que para un litro de leche al día. Y en cuanto a sólidos, nos ateníamos a un descubrimiento que nos salvó la vida: las crêpes de Liège, que eran una especie de gruesos gofres incrustados de azúcar acaramelada. Listo el pescado. Uno cada 12 horas nos mantenía decentemente erguidos.

Pero, cuando decidimos, con buen juicio, mandar a freír monos a la ciencia y a la trashumancia estudiantil, y entonamos el "gaudeamus, igitur" con el poco aliento que nos quedaba, hicimos el arqueo de nuestros bolsillos y, juntando hasta la última chaucha de que pudimos echar mano, nos fuimos rumbo a un restorancillo en las afueras de Bruselas, que habíamos mirado varias veces sin esperanza alguna.

Pues ocurrió que "le patron" había cocinado ese día unas chuletas de chancho cuya sola mención nos hizo casi desfallecer de emoción. Para disimular, nos sentamos, las ordenamos y, de paso, también una cerveza cabezona cuyo nombre fuimos incapaces de leer en la botella porque, primero, se nos nublaba la vista y, después de bebida, se nos confundían las letras. Pero he aquí las chuletas.

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