Los tres mil alumnos se alinean en filas frente al colegio. La música -un pop chino que parece banda sonora de una película de animé- estalla por los parlantes. El calor y humedad hacen que el cuello de mi camisa se sienta incómodo. Sentado en una plataforma frente a todos, espero nervioso por el discurso que debo dar en chino, idioma que apenas conozco. Es mi primer día en China. Vengo a enseñar inglés en Yali, un liceo en la ciudad de Changsha, provincia de Hunan, como parte de un programa tipo "Enseña Chile" para ex-alumnos de la Universidad Yale. Junto a otros tres profesores extranjeros llegamos en tren bala desde Hong Kong la medianoche anterior. En ese momento, llovía torrencialmente y estábamos desorientados. Chris, quien nos recibió en la estación, habló de la ceremonia: nos presentarían frente a todos y tendríamos que hablar. Chris es profesor y habla buen inglés: como muchos chinos de clase media, eligió un nombre "occidental" porque se cree que los nombres chinos son difíciles para los extranjeros. Chris no dijo mucho más sobre el discurso, así que aquí estoy. Me acerco al podio. Hay silencio. Digo "Hello" y luego digo "Nihao". Es "Hola" en chino. Yali es algo así como un liceo emblemático: uno de los "cuatro grandes" colegios públicos de Changsha, al que llegan los mejores estudiantes de la provincia. Fue fundado en 1906 por ex-alumnos de Yale y el programa en el que participo es un vínculo con esa universidad. Y como aquí parecen obsesionados con las universidades estadounidenses, a los que venimos de allá nos exhiben con bombos y platillos en cada ocasión. Una semana después de la ceremonia de presentación di mi primera clase. Enseño "inglés oral". Los niños aquí aprenden bien a escribir y leer el idioma, pero nunca lo practican. Así que la idea de mi clase es que puedan conversar. Ese primer día de clase, a la entrada del colegio, una guardia formada por cuatro estudiantes con pañuelo rojo en sus brazos me gritó "Laoshi Ninhao!", que significa "¡Hola, estimado Profesor!", y se inclinaron para saludar. El respeto hacia los profesores es absoluto. El sueldo de los maestros no es muy alto, pero se compensa con respeto social y otros beneficios, como descuento en el arriendo de departamentos y cupos para que sus hijos vayan a las mejores escuelas. De hecho, en Changsha el rector de un buen colegio como Yali es una figura pública casi a la altura del alcalde. Nadie olvida que Mao Zedong, nacido en las afueras de Changsha, estudió pedagogía. Como la idea es que se comuniquen en inglés y aprendan algo de cultura extranjera, conversábamos de todo: les hablé de los 33 mineros atrapados en el norte, y del 11 de septiembre en Chile y Estados Unidos, y ellos me contaban del terremoto del 2008 o de los Juegos Olímpicos. Así, un día pensé organizar una elección: que dieran discursos y debatieran en inglés serían una gran práctica. Pero luego vino la duda. Vivo, al fin y al cabo, en un país sin democracia. ¿Estaba bien que les hablara de elecciones? Tengo mucha libertad para enseñar y podía plantear un trabajo en torno a la democracia como una clase cultural. Los niños tampoco desconocían el proceso: eligen su centro de alumnos, aunque siempre votan a mano alzada. El voto secreto era una novedad. Hablé con una profesora china: quería saber si estaba bien tocar estos temas políticos. Con tal de que no dijera que "en China debería haber elecciones libres" parece que no habría inconveniente. De todas maneras, el tema político era omnipresente. Fuera y dentro del colegio había afiches proclamando los ideales del socialismo chino. En el colegio, cada cosa que quisiéramos organizar fuera de clase tenía que pasar por Grace -su nombre occidental-, representante del Partido Comunista en el colegio (cada establecimiento tiene un oficial del Partido). Una de las actividades que Grace aprobó fácilmente fue una celebración: junto a Horacio, mexicano que es parte de mi programa, decidimos tener un día latinoamericano el 17 de septiembre, fecha intermedia entre los festejos patrios chilenos y los mexicanos (que caen el 16). Terminamos llevando unos 100 estudiantes al restaurante de un amigo australiano, donde comieron chorrillana y fajitas, mientras escuchaban cuecas, a Los Bunkers e Inti Illimani, y vieron un gol de Alexis Sánchez en Copa América. Así empezaron a conocer algo de cultura chilena los niños de esta ciudad que queda casi exactamente al otro lado del mundo. Tras la locura de los primeros días, me fui acostumbrando a la vida en Changsha. El colegio me dio un departamento en el campus que compartía con otros profesores. La vida era bastante cómoda, algo común en colegios que contratan extranjeros. Yali está en un barrio tipo Providencia: bien urbano, pero no es el centro histórico de la ciudad. La calle Laodong Lu está cubierta de árboles y tiene un aire a Pedro de Valdivia. Es el tipo de sector donde aún se puede comprar pan en la esquina (uno bien raro: dulce; para los chinos, el pan es como un postre occidental). Como enseñaba doce clases a la semana, tenía tiempo para estudiar chino y explorar la ciudad que, en población y escala, es casi del tamaño de Santiago. Mi barrio favorito es uno tipo Lastarria que se llama Taiping Jie: una calle antigua y restaurada, con cafés, tiendas de té y galerías de arte. Reúne todos los clichés del sector hipster en occidente. Además, abundan los puestos de "stinky tofu", un tofu semipodrido popular entre los locales. Pero la ciudad es amplia y tiene rincones que sorprenden. Un día, con solo cruzar una cuadra, llegué a una zona donde había carnicería de perros, gente que cortaba serpientes y gallinas en la calle para vender, y edificios con ventanas tapadas con madera. Esa vez seguí de largo. Caminando, crucé el gran puente sobre el río Xiang desde el sector oriente, donde vivo. Pasé por la Isla Naranja, un banco de arena en medio del río donde hay una famosa estatua de la cabeza de Mao cuando joven (este líder es el gran orgullo de la ciudad), y luego crucé al sector poniente, hacia el barrio de la Universidad de Hunan. Como una versión propia de Pío Nono, este barrio queda a los pies de un cerro, el Yuelu, y está repleto de chinos hipster con lentes sin vidrio, gorros de los años 20 y poleras con mensajes en inglés mal traducidos. Desde la cima del cerro Yuelu (las montañas, todas ellas, tienen escaleras y caminos especiales para que cualquiera pueda subir) se ve un paisaje no demasiado distinto a Santiago: una delgada capa de smog enturbia todo de día, pero al menos produce bellos atardeceres. Por un lado hay enormes rascacielos y barrios financieros nuevos, y por otro, una infinidad de departamentos grises donde vive buena parte de los siete millones de habitantes de la ciudad. También hay algo de verde junto al río y torres de arquitectura tradicional china. Al bajar del cerro Yuelu y cruzar el río de vuelta a Yali, pasé por una explanada donde había señoras realizando el "baile de plaza", la nueva moda para mujeres de entre 40 y 80 años. Organizaciones locales ponen música de los años 80 y las asistentes memorizan coreografías. La gente de más edad aprovecha bien los espacios públicos. Pasean, bailan, cantan o juegan mahjong (una especie de dominó) en las calles, y se ven alegres, llenos de energía para salir de casa (siguiendo la tradición confuciana, los abuelos usualmente viven con la familia; casi no hay hogares de ancianos). Michael, cuyo nombre chino es Zi Buyu, me invita la semana siguiente a recorrer barrios históricos. Tiene unos 30 años, voz baja y lentes gruesos. Nos conocimos hablando de historia en la apertura de una galería de arte en Taiping Jie. Michael trabaja para Hunan TV, emisora local que es la segunda más grande del país. Juntos recorremos el sector de Taiping Jie donde me muestra que -a 50 metros del café donde siempre me instalo a leer- hay un búnker de la Segunda Guerra Mundial del tamaño de una casa, en cuyas ventanas una señora de unos 60 años cuelga su ropa a secar. Seguimos por otro callejón y pasamos unas casas sucias y abandonadas. Michael dice que son viviendas señoriales de la época de República de los años 30. Las elegantes puertas -ahora casi tapadas de mugre- eran copiadas del estilo de Shanghai, que mezclaba lo occidental y oriental. En los ladrillos de la casa -explicó Michael- había caracteres: eran nombres de emperadores. Los ladrillos habían sido parte de la gran muralla de Changsha, que tiene mil quinientos años, dijo entonces. Se trataba de un pedazo de historia rodeado de construcciones modernas, como ocurre en muchos rincones de esta ciudad. Claire Du, amiga de Horacio, otro de los participantes del programa, quería mostrarnos la vida social local, así que nos invitó a una comida de beneficencia para una ONG. Ella es china, educada en Estados Unidos y conoce a la elite de Beijing y Changsha, donde nació. La cena sería en el campus del Broad Group, conglomerado industrial especializado en purificadores de aire (un negocio enorme en un país con la mayor contaminación atmosférica del mundo). Partimos con Claire en taxi hacia las afueras de Changsha. Pasamos grandes edificios de departamentos y un par de ríos para llegar a una zona industrial con fábricas polvorientas, hasta que de pronto apareció una pirámide rodeada de árboles como en un oasis. Entramos y, frente a la pirámide, había una gran copia del Palacio de Buckingham. Seguimos rumbo a un edificio rectangular de ocho pisos, donde Claire nos presentó a Daniel Zhang, hijo del fundador de Broad Group y creador de P8, el nombre de la construcción donde nos encontrábamos. P8 es el sueño de cualquier emprendedor: ocho pisos de impresoras 3D, espacios de co-work y mesas de ping pong. Subimos a la terraza del último piso, donde se reunía un grupo de famosos: empresarios, periodistas, emprendedores y muchos actores. Sucede que Changsha es capital del entretenimiento en China (en esta ciudad se producen los realities y teleseries más famosos del país) y, en parte por eso, se acababa de abrir un vuelo directo a Los Angeles. Aunque la actividad industrial también influía en eso. Broad es un grupo económico nuevo, una especie de niño símbolo del nuevo sector privado tras la liberalización de la economía. Zhang Yue, padre de Daniel (en China tradicionalmente el apellido va antes del nombre), empezó a levantar la empresa a fines de los 80 vendiendo aires acondicionados que arreglaba a mano. La empresa despegó en los 90 y actualmente es la más grande de China en su rubro. Ahora Daniel trata de llevar la empresa familiar hacia la innovación tecnológica y sustentabilidad. Por eso empezó P8: para reunir a los emprendedores de la provincia. Usa la pirámide como centro de eventos, y su propio "Buckingham" para hacer clases. Al costado del campus hay un rascacielos de 57 pisos (casi del tamaño del Titanium), construido en solo tres semanas. El campus y P8 resultaban impresionantes pero, como tantos otros lugares en China, se sentía algo vacío. Todo era nuevo y fantasioso. Se iría poblando de a poco. Es la idea en China: primero construyen el sueño y después lo llenan. La semana pasada fui a ver los fuegos artificiales al río. Cada sábado la municipalidad organiza un gran espectáculo sobre la Isla Naranja. La gente se concentra en las orillas: son miles de personas paseando. Había puestos de tofu y de shaokao, los "anticuchos" típicos de Changsha, muy picantes (algo clave en la cocina de Hunan). Había shaokao de todo, de chancho, vacuno, tofu y calamar. Esa noche de verano mostraba la esencia de Changsha: calor, fuegos artificiales y vida junto al río. Es usual escuchar que la gente de Changsha es más "picante", con más personalidad y más cálidos que los "fríos" y lejanos norteños (que gobiernan el país desde Beijing). Al mismo tiempo, se dice que son más relajados que los acelerados sureños (que mueven la economía desde Hong Kong y Shenzhen). Viéndolos disfrutar un shaokao junto al río en la noche, era fácil estar de acuerdo. Mi año en Changsha se acerca a su fin. A fines de agosto partiré a vivir en Beijing, así que sigo disfrutando las caminatas junto al río, las últimas clases con los estudiantes y las visitas de algunos amigos desde Chile. Unas semanas atrás terminamos el proyecto de fin de año con los estudiantes: un musical de Broadway, Bye Bye Birdie. Ellos estaban felices, orgullosos por afrontar una tarea que jamás habían hecho. Y quedaría tanto más por hacer. Hay cada vez más intercambio entre el mundo y China, y los chilenos debieran ser parte de eso, pienso. Por ahora, hay muy pocos latinoamericanos y se ven más chinos aprendiendo francés que castellano. Algo que habría que esforzarse en cambiar. Después de todo, acá la vida no es fácil, pero está llena de color. No he pasado un día sin que haya una sorpresa. No habría esperado algo mejor.
Los tres mil niños estallan en aplausos.
Luego del saludo, entré entonces a la sala de clases y los estudiantes aplaudieron. Para la mayoría, sería la primera vez que interactuaran con un extranjero. Después del aplauso, miraban callados. Cuando le hacía una pregunta simple a cualquier alumno (su nombre, por ejemplo; o comida favorita), este se levantaba rígidamente para responder. Los mejores estudiantes, con ganas evidentes de estudiar en el extranjero, hablaban un inglés casi perfecto. Había otros que apenas entendían. Pero a medida que pasaban los días, se iban relajando. Ya no había un silencio de ultratumba mientras les hablaba.
Desde el primer fin de semana en Changsha vi algunos de los extremos que alcanza este país.