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Una travesía inesperada a la isla Alejandro Selkirk

domingo, 28 de junio de 2015

TEXTO y FOTOS: Rocío Lafuente Díaz-Ripoll, DESDE EL ARCHIPIÉLAGO JUAN FERNÁNDEZ.
Reportaje
El Mercurio

Solo 74 personas viven en Selkirk. Solo 22 casas colonizan temporalmente esta isla. Es la más remota del archipiélago Juan Fernández y es también una especie de sueño para escritores famosos, aventureros y científicos. Esta es la historia de un viaje sorpresivo hasta una de las islas de más difícil acceso del país.



La isla improbable

Era como un mito: una isla de vegetación exuberante y endémica, con largas cascadas cristalinas y pozones de agua en medio de profundas quebradas verdes cubiertas de helechos, pangues y palmeras. Una isla que en ciertos períodos del año está completamente deshabitada y donde se encuentran las langostas más grandes del archipiélago Juan Fernández.

Había escuchado hablar del lugar y había visto fotos en el celular de un guardaparque de Robinson Crusoe, la isla principal del archipiélago. Sin embargo, a pesar de su atractivo, llegar a esa isla, Alejandro Selkirk (conocida hasta mediados del siglo pasado como "Más Afuera"), era difícil. Muy difícil.

Por supuesto, Selkirk no tiene pista de aterrizaje (como sí hay en Robinson Crusoe) y solo viaja un barco tres veces al año a dejar provisiones para la gente que se establece ahí durante la temporada de captura de langostas. Más allá de eso, solo quedan los pesqueros de alta mar, que en realidad son barcos bastante pequeños que se acercan a Selkirk una vez al mes para recoger la captura que han hecho los pescadores y para abastecerlos con el petróleo que necesitan sus botes y para generar la luz.

Desde luego, esos no son barcos de pasajeros.

Estaba en Robinson Crusoe, a solo 165 kilómetros de la isla que se veía como un paraíso. Sin embargo, llegar a Selkirk era, en el mejor de los casos, improbable.

Las cenizas de un escritor

Esta remota isla era parte del plan perfecto para huir del revuelo que había causado el éxito de su última novela. El escritor y best seller estadounidense Jonathan Franzen quería escapar del mundo por un rato y se sumó a la expedición de unos biólogos amigos que alquilaron un bote para llegar a la isla Selkirk.

A fines de 2011, Franzen se quedó completamente solo en la isla. En su mochila cargaba artículos de camping, un binocular para intentar dar con el escurridizo rayadito (un pájaro muy pocas veces visto), un cuaderno para tomar apuntes y, entre otras cosas, parte de las cenizas de su mejor amigo, el también escritor David Foster Wallace, que una tarde lanzó a un precipicio desde una empinada cumbre en la isla Más Afuera.

-Franzen estaba deprimido y confundido -dijo Eduardo Lago, mientras compartíamos un café en el restaurante Mare Nostrum, frente a la bahía Cumberland, donde está el pueblo de la isla Robinson Crusoe.

Lago es español, vive en Nueva York, es doctor en literatura y crítico. Dice que conoció a Franzen y también a David Foster Wallace. Hizo comentarios de sus libros para el diario El País y escribió el obituario del segundo cuando se suicidó.

-Ambos escritores tenían una relación competitiva y la repentina muerte de Foster Wallace, que para mí es mucho mejor escritor, había dejado a Franzen totalmente desorientado -dijo luego y acomodó sus gruesos anteojos de marco negro.

Cando nos encontramos con Lago, el español pasaba el rato en la isla luego de intentar viajar justamente a la isla Selkirk. Como tantos, como la mayoría, no había tenido suerte.

Nada se pierde con preguntar

Entendía perfectamente la situación de Lago. Yo misma llevaba tres meses viviendo en Robinson Crusoe, mientras trabajaba en un libro sobre esta isla, y la verdad ya me había rendido a la idea de conocer Selkirk. Pero todo cambió como cambian las cosas importantes: de un momento a otro.

Un día, mientras iba a despedir a una amiga al muelle, escuché a los tripulantes de un pesquero: estaban listos para zarpar a Selkirk. Como no se pierde nada con preguntar, pregunté. Dije que soñaba con conocer la isla. Los hombres del barco explicaron que no hacían viajes para turistas, que solo de vez en cuando llevaban residentes o gente con familia allá. "Como acción social", dijeron. Insistí. Insistí. Insistí. "Ok. Salimos en 30 minutos", dijeron entonces.

Al rato, la gente de Robinson Crusoe que estaba en la calle y me vio correr con la mochila de vuelta al muelle aprovechó para mandar saludos a hijos, sobrinas o hermanos que estaban en Selkirk.

-¿Estás segura? Este es un barco atorrante y el viaje no es cómodo -dijo uno de los tripulantes mientras me ayudaba a bajar del muelle a la embarcación, que más parecía un remolque decrépito.

Ya a bordo, mientras intentaba acomodarme, observaba al capitán del pesquero de alta mar Sunnan II, que impresionaba por su estampa. Alto y grande como un gran árbol, abundante barba y nariz de pelota, Aquiles Ramírez era de Talcahuano y llevaba 38 años navegando. Su embarcación partía a Selkirk todos los meses para recoger langostas y dejar petróleo. Aquiles nunca desembarcaba en la isla porque -dijo- había demasiadas moscas y le temía al mareo de tierra. Luego de un rato, con las maniobras listas para partir, me dijo que había permitido que subiera al barco porque él mismo tenía 4 hijas y le gustaría que viajaran. Para abrir su mundo.

Dicho eso, el viejo pesquero se aventuró mar adentro. Pronto, Robinson Crusoe comenzaba a alejarse. Ya no había vuelta atrás.

Una navegación escalofriante

El capitán Ramírez anunció que navegaríamos con mal tiempo. "Tenemos 30 nudos de viento y olas de seis metros", dijo. A eso había que sumar el viento "surweste" que hacía que la navegación -que en total tomaría unas 14 horas- resultara muy compleja. En otras palabras: "Esto se va a mover", dijo.

Luego, el capitán me señaló el bote inflable de emergencia, con capacidad para 20 personas y equipado con comida y agua para diez días. También me enseñó dónde se guardan los chalecos salvavidas y, para aliviar la escena, bromeó con que este equipo solo servía para identificar los cuerpos en el mar. Ellos, los tripulantes, en cambio usaban trajes de supervivencia, una especie de overol inflable, que sí permitiría sobrevivir en estas aguas.

Además de los siete tripulantes, el Sunnan II llevaba 10 personas. Todos apiñados en 27 metros de largo por 6 de ancho. Como no había suficientes camarotes, algunos de los viajeros comenzaron a reservar un pedazo de suelo para echarse a dormir cuando cayera la noche.

El barco se movía tanto que a ratos era casi imposible mantenerse de pie y había que apoyarse en las paredes para caminar. De repente sentí que algo subía desde mi estómago y empujaba para salir por la boca, así que me sujeté a la borda de la embarcación sin pudor. Podía escuchar las risas de los marineros y alcancé a ver a uno sacando el celular para registrar el momento.

Bajé las escaleras a la sala principal del barco, atestada y nauseabunda. La mitad de los pasajeros tenía cara de enfermo y había vomitado en bolsas o por la borda. En ese momento del viaje, solo los tripulantes reían.

Antes de amanecer escuchamos un estruendo y el barco se detuvo. "Se soltó un resorte del tensor que arrastra el generador de cola", dijo el maquinista. Estábamos en alta mar, en medio de la noche y el vaivén de las olas se hacía insoportable para mi estómago. Reanudamos la navegación justo cuando comenzó a aparecer el sol y alcanzamos a ver un caserío asomándose en el borde de una isla de montañas verdes.

Selkirk por primera vez

No había muelle en Selkirk. Nos detuvimos frente a la isla, mientras los pescadores se acercaban para ayudar a desembarcar. Tendían la mano para que saltásemos a sus botes.

La maniobra para recalar era extrema: teníamos que esperar a que una ola nos empujara a tierra. Uno de los pescadores del bote lanzaba entonces una cuerda que recibía otro en la caleta de madera. Después, otros cuatro hombres jalaban para acercarnos. Y ahí se producía el reencuentro de hermanos, de padres e hijos.

Yo era la única verdaderamente afuerina, así que me miraban con algo que parecía desconfianza. Saqué de mi mochila la carta que llevaba. Las letras escritas a mano por una amiga de la isla Robinson Crusoe pedían que me trataran bien. Entonces todo cambió: hubo sonrisas, saludos y me prestaron la sala comunal para dejar mis cosas. En seguida llegó un hombre con un colchón y una mujer con una olla con perol, que es como una cazuela de langosta, y empanada de chivo. "Para que afirme el estómago", me dijo.

En la isla Alejandro Selkirk abundan los chivos y los hombres los persiguen por las abruptas quebradas para darles un tiro certero con su escopeta. "Mis hijos salen antes de las siete de la mañana y vuelven con dos o tres chivos al hombro", me dijo Marina, cuyo esposo trabajaba en la captura de las langostas más grandes del país.

Un rápido balance de Selkirk indicaba que había 22 casas, un colegio (construido el año pasado), una pequeñísima capilla, la sede social y una cancha de fútbol. No había calles y mucho menos vehículos motorizados. La bruma que se posaba sobre el caserío creaba un efecto fantasmal sobre el lugar. Una bandera chilena flameaba, y el ruido que hacía parecía esforzarse en demostrar que esto no era un sueño.

El paisaje de Selkirk se parecía al de la isla Robinson Crusoe, pero era más exuberante. Todo lucía más grande: los cerros, los árboles de luma, los pangues, los helechos, los peces y las langostas.

Me acordé de Franzen y, un poco para hacer conversación, pregunté por el escritor estadounidense y las cenizas de su amigo. Nadie conocía la historia, así que me mandaron a hablar con "el escritor de la isla".

La soledad no es un mal

Pantalones rosados y ajustados; anteojos biselados y redondos; pelo largo y lacio. Era como una versión isleña de John Lennon.

Reinaldo Rojas, conocido simplemente como "el Rino", presidente del Sindicato de Pescadores, se presentaba a sí mismo como "pescador y bohemio". Cuando nos encontramos en su casa, dejó en claro que le gustaba su trabajo en el mar, pero también que escribía poesía, disfrutaba la literatura, la música y el vino. "Ser pescador no significa ser un gil que no sabe escribir ni leer y que está pasado a pescado", dijo como para redondear la idea. Mostró luego su biblioteca, también una pintura de un Jesús pescador con una langosta entre sus manos que dibujó en la pared de su cocina el poeta chileno Pablo Poblete cuando estuvo en Selkirk y se quedó en su casa.

Rojas tiene 56 años y ha pasado toda su vida vinculado a esta isla: fue uno de los primeros en nacer en Selkirk. Su padre le enseñó a pescar y él lo hizo con su hijo. Pero el primer Rojas en llegar a la isla no fue pescador sino cocinero: su abuelo vino en los años 20 para hacer la comida de los reos cuando Selkirk era una colonia penal.

-Mi abuelo contaba que cuando la isla era cárcel los pescadores llegaban a buscar la langosta, pero no se acercaban a la orilla porque los reos se tiraban al agua para intentar alcanzar los botes. Los pescadores dormían en alta mar, abrazados a una escopeta. En las noches no podían conciliar el sueño debido a los gritos de los reos que pedían tabaco. A veces los pescadores les mandaban cigarrillos en una botella -recordaba Rino.

La casa de Reinaldo Rojas, como la del resto, es sencilla. Nada indicaba los aproximadamente 4 millones de pesos mensuales que ganaba (se estima que los pescadores en Selkirk ganan entre 3 y 6 millones mensuales). Tiene sentido: como no hay títulos de propiedad en esta isla (administrada por Conaf), los habitantes prefieren gastar en mejores condiciones en Robinson Crusoe o en Valparaíso, a donde muchos van a vivir en tiempos de veda.

Rino decía que eso, tener cosas, no era importante. Tampoco vivir solo en una isla tan remota. Hace libre, dijo. La soledad permite saber quién eres de verdad, explicó luego. "La falta de distracciones te hace leer, escribir y observar. La soledad no es un mal. Por el contrario, la soledad es fecunda", dijo finalmente. De Franzen no sabía y, en ese momento, no parecía importante.

La incertidumbre

Antes del amanecer, muchos ya habían salido a la pesca o a cazar. Mientras caminaba hacia el poblado, trataba de imaginar la vida aquí. Alcanzaba a ver el mar, donde flotaba el barco de Aquiles Ramírez y lo imaginaba mirando hacia la isla desde su puente de mando. En eso, se acercó un pescador. Tenía un mensaje del capitán. La carga terminaría esa noche y a la mañana siguiente partirían de vuelta a Robinson Crusoe. "Voy con ellos", respondí sin dudas y precipitadamente.

Con poco tiempo por delante, me dediqué a recorrer. Todo el tiempo escuchaba un ruido de motor en el ambiente. No eran los botes, sino una máquina grande y vieja que es la encargada de brindar cuatro horas de luz al día en la isla. El generador de Selkirk fue donado por la Armada hace dos años, cuando esta institución lo dio de baja.

Resulta que la isla Selkirk tiene el costo más alto de energía eléctrica en Chile. Aproximadamente 200 mil pesos mensuales paga cada familia por cuatro horas de luz diarias. "Hoy el objetivo es dejar de traer petróleo y generar energía con los recursos naturales de la isla", dijo Rubén Méndez, ingeniero en Recursos Naturales que, a través de la ONG EGEA, estaba en Selkirk estudiando la implementación de energía renovable para la isla. Llevaba cinco semanas viviendo en la casa verde que Conaf tiene en Selkirk. No tenía agua caliente, refrigerador, teléfono o internet. La isla para él era "un paréntesis en el tiempo, una dimensión paralela", como dijo antes de despedirnos.

Esa noche el viento se escuchaba más fuerte: golpeaba los pangues y azotaba las olas contra las rocas. Antes de dormir recordé a Franzen. Pensé en su huella efímera en esta isla remota y en algo que escribió en su libro Más Afuera: "Selkirk es el lugar más dramáticamente bello que jamás había visto".

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