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Juan Cristóbal Nagel: Ciencia ≠ innovación

lunes, 01 de junio de 2015


Profesor de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, Universidad de los Andes


Hace unos días asistí a una charla dada por el presidente de un prestigioso
instituto público de fomento a la investigación científica de un país
latinoamericano. Mientras el funcionario hablaba de cómo estaba creciendo la
“inversión” en ciencia e innovación (es decir, la plata que se gasta), quedó
patente el hecho de que en América Latina nos cuesta entender que ciencia no
es lo mismo que innovación.

Entender esta diferencia es importante para poder enfocar bien las políticas
públicas.

Cuando un organismo público lanza un concurso de proyectos de investigación
científica en filosofía, antropología, derecho, sociología, economía, o
incluso medicina o ingeniería, se espera que estos fondos resulten en
artículos publicados en revistas de divulgación científica, revisados por
pares preferiblemente internacionales.

Esto es ciencia. Esto genera conocimiento, eleva la cultura de un país, y
ayuda a formar profesionales y académicos utilizando conocimiento generado
dentro del propio país. Esto ayuda a que los académicos se codeen a nivel
internacional, y facilita el libre flujo de ideas que hacen avanzar a las
naciones. Todo esto es bueno, y está bien que se le apoye con fondos
públicos.

Esto, sin embargo, no es innovación.

Innovación tiene que ver con el desarrollo de competencias, productos, o
disciplinas que tengan un valor comercial. La innovación lleva consigo la
expansión de las posibilidades de producción de un país. Como consecuencia
de la innovación, surgen nuevos productos, industrias diferentes, y empresas
de punta.

Debiera ser obvio que no todo gasto en ciencia es innovación, y viceversa.
Una innovación puede tener poco de científico, y hay mucha ciencia que tiene
poco de “innovadora,” en el sentido de que no posee ningún valor
mercadeable.

Los países asiáticos entienden esta disyuntiva mucho mejor que nosotros. Dos
ejemplos de muchos sirven para ilustrar la diferencia.

Mucho se ha escrito del auge reciente de la India, enfocado principalmente
en sectores de alta tecnología concentrados en lugares como Bangalore o
Chennai. De hecho, la India podría pasar a ser la economía grande de más
rápido crecimiento en el mundo, superando la tasa de crecimiento de la
China.

Una pieza clave de este desarrollo ha sido la tremenda historia de los
institutos de tecnología de la India. Estos institutos, regados en 16 campus
a lo largo del sub-continente, se enfocan en ciencias de la ingeniería y
ciencias duras, con otras habilidades relacionadas con la innovación tales
como el diseño o derecho de propiedad industrial.

Estas prestigiosas instituciones son públicas, en el sentido de que su
enfoque responde a una decisión de política pública enfocada en la
industria. En ellas, la mensualidad cuesta alrededor de US$ 1.500 al año, el
equivalente al PIB per cápita de la India. Traducido a la realidad local
chilena, es como si el pago anual fuese de $9 millones. (Claro, en la India
a nadie se le ocurriría marchar en las calles por la gratuidad para estos
centros de excelencia, porque se entendería que la “gratuidad” sería el fin
de su independencia financiera)

En Singapur se encuentra el Singapore Institute of Technology (SIT), un
instituto público cuyo enfoque es el desarrollo de habilidades en las que
Singapur crece o quisiera crecer: física, ingeniería, computación, ciencias
alimenticias, ciencias de la información, y ciencias de la salud.

El objetivo principal de esta institución es el de ofrecer educación
enfocada en las necesidades de la industria – de hecho, asombra que la ley
que crea el SIT dice que “su principal objetivo es el de ofrecer educación
de pre-grado en Singapur enfocada en la industria.”

¿La cuota anual para estudiar ahí? Desde US$ 7.400 para los estudiantes
locales hasta los US$ 33 mil para los extranjeros – es decir, desde los $4
millones hasta los $20 millones.

En cambio, en nuestros países estamos enfrascados en un debate en el que
ciencia e innovación se mezclan, como si fueran lo mismo, y en el que se
espera que ambas actividades sean financiadas con dinero público y, por
consiguiente, compitan por obtener fondos. Mientras tanto, en países como
Corea del Sur o Japón, cerca del 70% de la investigación y desarrollo es
realizada por el sector privado – investigación que, por su esencia, tiene
un componente de innovación ya que buscan el desarrollo de nuevos productos,
o eso que llamamos “el lucro” – en nuestros países el Estado es el que
decide qué proyectos son los que deben ser financiados.

La innovación tiene un fin comercial, mientras que la ciencia tiene un fin
intelectual. La innovación surge de la búsqueda del lucro, la ciencia de la
búsqueda de la verdad. Si no entendemos bien esto, continuaremos
engañándonos pensando que estamos “innovando,” cuando en el fondo estamos
haciendo “ciencia.”

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